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Puerto de eternautas


    El ocho. Parte II: Como es arriba

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    Mensaje por versus Mar Jun 12, 2012 3:28 pm

    (Donde los personajes son dibujos animados hiper realistas, de colores muy pálidos y animados con la técnica de rotoscopía)


    Cuando Babilonio hubo terminado se quedó un poco desorientado, mirándola con asombro, como un cachorrito cuando se ha hecho caca por primera vez. Caminó hasta la puerta de la habitación, la abrió, y salió sin volver a mirar dentro. El largo pasillo que llegaba hasta la sala del apartamento tenía su pared derecha decorada con fotografías de Mapplethorpe. Lo atravesó lentamente sin mirar las fotografías, mientras silbaba el Avemaría, hasta que pasó por delante del baño. Entonces se detuvo, hizo silencio, y sin mirar hacia adentro estiró la mano hasta que alcanzó el picaporte y cerró la puerta. No recordaba (o no quería recordar), pero algo dentro del baño se relacionaba con lo ocurrido en la otra habitación, y él no quería saber nada de eso por el momento. Recorrió el camino que quedaba hasta la sala, se cerró el sobretodo hasta el cuello, y salió. Llamó al ascensor. Había frío, pero las manos le sudaban muchísimo y las metió en los bolsillos. Miró hacia arriba y vio los números encenderse de color naranja fosforescente, 13… 12… 11… 10… 9… 8. Las puertas se abrieron y pudo ver en el fondo un grafiti que decía DEMONHIDE en colores malva y amarillo. Entró y marcó el 1. Necesitaba poner en orden sus ideas, quizá fuera a algún bar, o simplemente se sentara frente al mar. El botón con el 3 se iluminó. Cinco pisos más arriba había sentido un poco de culpa, pero muy sutilmente (demasiado como para que aún pudiera percatarse) iba cediendo paso a otro sentimiento, curiosidad tal vez. El ascensor se detuvo y las puertas se abrieron. Una mujer con un puddle fueron a entrar, pero no lo hicieron. Ella, porque le tenía miedo al novio de la del ocho, y el puddle, porque comenzó a chillar y se metió debajo de los pies de la mujer. La puerta volvió a cerrase y Babilonio se encogió de hombros. Él no lo recordaba, pero una vez que compartió el ascensor con la misma mujer, cuando ella salió, el perrito se quedó dentro olisqueándole los zapatos y él le dio tal patada que fue a caer cuatro o cinco metros más allá. El botón con el 1 se iluminó, una vez más se abrieron las puertas del ascensor, y Babilonio salió al vestíbulo del edificio. Fuera caía una fina llovizna. Estaba anocheciendo.
    Caminó durante un rato por unas calles estrechas y enrevesadas que a veces asomaban al océano. Pasó frente a la vidriera de una juguetería en la que se exponía un enorme tren eléctrico. Se detuvo a mirar cómo el tren recorría sus metros de línea, entrando y saliendo de túneles, cruzando puentes y haciendo vistosas señales lumínicas. También emitía un fino pitido, pero eso él no podía escucharlo. Una idea para la que aún no estaba preparado intentó cruzarle la mente desde una punta a la otra, pero fue desechada antes de que pudiera percatarse de ella. No obstante, un sabor metálico le inundó la boca. Necesitaba un trago. O dos.
    A veces le sucedía que perdía la noción del tiempo y cuando la recuperaba se encontraba en un lugar completamente distinto, sin recordarse de cómo llegó hasta allí. Se vio en un bar decorado con imágenes de escritores. En la barra, cada banqueta tenía un nombre escrito en letras doradas sobre rojo. Caminó hasta el extremo izquierdo y se sentó sobre Truman Capote. Miró a la derecha y vio a un hombre con un enorme bigote sentado dos banquetas más allá; se recordó de una fotografía de Emiliano Zapata. De todas formas no se rió. El barman se acercó brillando un vaso. Pidió tequila, doble. Solo cuando hubo bebido más de la mitad fue que encendió un cigarrillo Lucky Strike. Ahora sí podría poner sus ideas en orden, ahora sí sabría cómo…
    —¡Dime rápido! ¿Dónde puse el frijol?
    A Babilonio se le fue la sal y el limón por la nariz y por poco se ahoga cuando sintió el grito de Zapata, que había puesto tres tapitas sobre la barra y las hacía cambiar de posición con una rapidez espantosa. Levantó una de las tapas y le enseñó un frijol negro muy pequeño, volvió a cubrirlo y comenzó a moverlos nuevamente.
    —Dime dónde está y te compro un trago… si no adivinas me lo compras a mí.
    Tenía cosas en las que pensar y simplemente podía ignorar al borracho, pero lo cierto es que le encantaban los retos. Puede que tuviera que comprarle toda una botella antes de poder seguir al frijol con la vista, pero tarde o temprano se lo adivinaría. Y así quizá la noche transcurriera más rápido.
    —En esa —le dijo mientras llamaba al barman.
    —Pueees no —dijo Zapata levantando la tapa y sonriendo ampliamente por la idea de beber gratis.
    —Me pone otro tequila doble y a mi amigo le pone un… le pone lo que él desee —le dijo Babilonio al barman mientras sacaba otro Lucky Strike.
    Entonces giró sobre la banqueta y se puso de frente al hombre, y se dio cuenta de que tenía los ojos más rojos que jamás hubiera visto. Seguramente Zapata estaba mucho más borracho que él (que no lo estaba en absoluto) y no tardaría en descubrirle el frijol. No le interesaba quitarle un trago, solamente entretenerse un poco y ver la cara del bigotudo cuando perdiera.
    —¡Dale de nuevo! —le dijo.
    —¿Dónde? —dijo Zapata mientras detenía las chapillas.
    —En la izquierda.
    —A ver… aquí no está —le dijo mientras levantaba la del medio y le dejaba ver el diminuto frijol.
    Llamó nuevamente al barman que vino y le llenó el vaso al otro sin preguntar; le hizo una seña a Babilonio y éste le dijo que no. No es que le importara perder, pero tampoco le gustaba que lo engañaran, o que lo subestimaran, o que se burlaran de él. Total, si se lo hubiera pedido le habría pagado la borrachera con tal de entretenerse un poco. Se puso de pie y acercó la cara a las tapas.
    —Otra —dijo.
    Zapata se puso un poco serio y comenzó a mover las tapas, cubriéndolas un poco con las manos.
    —En la del medio —le señaló Babilonio.
    —Ahí no está —le dijo mientras levantaba la tapa.
    Antes de que el bigotudo pudiera recoger las tapas, Babilonio puso cada una de sus manos sobre las otras dos que estaban cubiertas y las movió por encima de la barra, sin levantarlas, hasta donde él estaba. Zapata se puso muy serio e intentó levantarse, pero la borrachera lo volvió a sentar. Entonces lentamente Babilonio levantó la tapa derecha y miró debajo de ella. No había nada. Lanzó la tapa con fuerza, que rodó hasta el otro extremo de la barra. Entonces movió la otra hasta dejarla bajo su vista y le dijo a Zapata que, no quedando otra posibilidad, el frijol tenía que estar obligatoriamente, sin falta, por lógica, sin excusa ni pretexto, en esa tapa. Con un movimiento rápido levantó la tapa verticalmente, dejando ver… nada. No lo podía creer. Miró una vez más, pero efectivamente, ahí solo había aire. Miró a Zapata y le preguntó muy bajito, casi con dulzura: ¿Dónde está el frijol? Entonces el bigotudo hizo un gesto de desdén dando por terminada la conversación, mientras se concentraba nuevamente en su trago. Babilonio llamó al barman y le dijo que se iba, que le trajera la cuenta y una botella de tequila para llevar. Pagó y se levantó. Cuando pasó por detrás de Zapata le preguntó una vez más: ¿Dónde pusiste el frijol? Zapata trató de girar en la banqueta para responderle algo, pero no le dio tiempo, pues Babilonio descargó la botella sobre su cabeza con todas sus fuerzas. El bigotudo dio con la frente en la barra, salpicándola de sangre y sesos. La botella no se rompió. Un pequeño frijol negro se escapó de una uña de Zapata y dio varios saltos antes de terminar delante del zapato de Babilonio. Salió lentamente del bar pues sabía que, a lo sumo, llamarían una ambulancia. La cual podría venir sin apuro, pues el hombre había transitado a la muerte casi instantáneamente.
    Afuera había dejado de llover. La luna era apenas un par de cuernos muy finos y soplaba viento del norte. Había mucho frío, quizá siete u ocho grados. No recordaba cuanto tiempo hacía que salió del bar. Caminó sin ningún rumbo fijo tratando de acordarse de qué era lo que había ido a buscar al bar, de por qué necesitaba tranquilidad. Cuando sintió que no podía soportar más el frío se metió en el primer techo que encontró, y entonces se dio cuenta de que estaba en el mismo edificio del que había salido unas horas antes. Volvió a asaltarle el mismo sentimiento, algo parecido a la curiosidad. Sin saberlo, había comenzado a sonreír. Se paró frente al ascensor y lo llamó, pero esta vez las puertas se abrieron al momento. Entró. Marcó el ocho y se recostó al grafiti que decía DEMONHIDE en vistosas letras malvas y amarillas. Ahora recordaba qué era lo que había ido a buscar, o más bien a ver. El botón con el 8 se iluminó y las puertas se abrieron. Caminó hasta el apartamento y lo encontró abierto. Primero se asustó un poco y trató de mirar dentro sin hacer mucho ruido, pero se acordó que él mismo había salido sin cerrar. Entró, y ahora sí, cerró la puerta de un tirón. Tomó por el pasillo que estaba decorado con las fotografías de Mapplethorpe, sin mirarlas. Cómo las odiaba. Llegó a la puerta del baño y esta vez no le importó ver qué había dentro; es más, quería ver. Entró. Parecería un baño completamente normal, muy pulcro tal vez, si no fuera porque la bañera estaba llena hasta el borde de un agua viscosa y de color rojo. Eso sí, ni una gota había caído fuera. Soy perfecto, pensó y volvió a salir al pasillo. Siguió hasta la puerta de la habitación. Ahí era donde estaba lo que quería ver, por lo que había regresado a este lugar, lo único que podía satisfacer su curiosidad morbosa. Entró mirando al piso y cerró la puerta tras de sí. Levantó la vista y entonces la vio. Perfectamente sentada en la cama, impecablemente vestida, con una enorme sonrisa a lo ancho del cuello y de una blancura espectral. Sintió mucho amor por ella, más del que le había profesado en todo este año. Por qué no pudiste…, comenzó a decir pero se calló, no quería reprocharle nada; él la amaba. Muy suavemente se sentó en la cama, a su lado, y comenzó a pasarle una mano por las mejillas, por el pelo, por los labios. Cerró los ojos, y lentamente, agarrado de un mechón de pelo, fue entrando al mundo de los sueños. Babilonio nunca lo supo, pero en un recóndito lugar de su mente, había comenzado a llover.
    Era de día. Estaba de pie sobre una vía ferroviaria, con los pies muy abiertos, cada uno sobre un rail. Tanto a su derecha como a su izquierda había otras vías que se perdían en el horizonte. Cuando miraba de frente, todas estas líneas convergían en un mismo lugar. Un punto negro comenzó a distinguirse apenas, muy lejos, muy pequeño. Le pareció que estaba justo frente a él. Comenzó a cruzar de una vía a otra, pero el punto negro (un poco más grande ahora) seguía estando frente a sus ojos. Comenzó a correr a través de toda la llanura sembrada de líneas férreas y cuando creyó que se había alejado bastante de su anterior posición, volvió a mirar, pero la locomotora (ahora se distinguía perfectamente) no dejaba de estar frente a él. Y por muy cerca que estuviera, las líneas seguían convergiendo en el mismo punto. Comenzó a sudar. Esta vez corrió en dirección contraria, pero sin dejar de mirar la enorme mole de hierro que corría, fuera a donde fuera, hacia dónde él estaba. Hay cosas de este mundo que son como son y él era una persona muy razonable. Uno las acepta sin protestar. Se sentó sobre un rail, miró por última vez y vio una locomotora negra diez metros más allá y que avanzaba hacia él a una velocidad extraordinaria. Puso la cabeza entre las piernas y escupió.
    Se despertó de un tirón. Estaba orinado. Salió de la habitación y en la cocina se preparó un trago. Se lo bebió rápido y se preparó otro. Definitivamente no le gustaba soñar. Miró el reloj: 6:35 AM. Salió al balcón con su tercer trago entre las manos. Estaba amaneciendo y el mar estaba embravecido. Siempre lo relajaba mirar tormentas. Poco a poco se fue sintiendo mejor, mucho mejor. A los quince minutos se sentía realmente bien. Dios, que bien me siento, dijo en voz alta.
    Y saltó.

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