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(Donde los personajes son de plastilina, de colores muy brillantes y animados mediante la técnica de Stop motion. El cielo es de color sepia, siempre)
La calle Difuntos es una calle solitaria. Debe su nombre a que es la única que atraviesa todo aquel lugar y llega hasta el cementerio, por lo que todos los cortejos fúnebres pasan por ella. Pudiera pensarse que esta calle es de una sola dirección, puesto que nunca se ha visto a nadie regresar por ella. No se sabe si los que van al cementerio regresan por otro lugar, o no regresan; eso es algo que nadie se ha preguntado. Desde el punto de vista de su trazado, es una línea recta desde su comienzo hasta su final, sin curvas ni elevaciones, de forma tal que una persona parada en una punta pudiera fácilmente ver la otra, si no fuera porque es una calle excesivamente larga. Su pavimentación es perfecta, sin marcas, señales ni suciedad.
En algún punto intermedio de la calle Difuntos, no se sabe cuán cerca o lejos de cada uno de sus extremos, hay un edificio: el número 8. Puede que este edificio tenga nombre, pero en todo aquel lugar se conoce como “El No. 8 de la calle Difuntos”. Nadie sabe por qué es el número 8, ya que no existe ninguna otra construcción; de hecho, en aquel lugar está absolutamente prohibido construir. Pero el edificio ya estaba ahí desde mucho antes que existiera la primera calle.
No es un edificio alto, tiene solo dos pisos; sin embargo, su espacio interior es inmenso. Cuenta con dos apartamentos en cada piso. Visto desde afuera recuerda una construcción victoriana. Cada apartamento tiene una ventanita desde la que sus inquilinos realizan su pasatiempo favorito: ver pasar la fila funeraria. El edificio carece de verjas, jardines, faroles, y su entrada se abre directamente a la acera. Lo que nadie podría adivinar es que, además de los cuatro apartamentos, en el No. 8 hay un oscuro sótano que ocupa toda el área de la construcción y que está muy por debajo del nivel de la calle.
Las cuatro puertas de los apartamentos son idénticas. De color blanco, con mirilla y un número dorado encima de ésta. En el primer piso, a la izquierda, se encuentra el apartamento 11 y a la derecha, el 12. En el segundo piso, a la izquierda, podemos ver el 21 y la derecha, el 22. En cada uno de estos apartamentos vive una, y solo una, persona. Estos cuatro inquilinos son los únicos que saben dónde se encuentra la puerta de acceso al sótano. Por mucho que alguien la busque, jamás la encontrará. Sin embargo, ellos nunca han entrado. Cuando necesitan deshacerse de algo incómodo, esperan a la madrugada, van hasta la puerta del sótano y tiran el bulto. Luego vuelven a cerrar con llave y no piensan más en ello. Y es precisamente por ese motivo que ninguno sabe que, en algunas ocasiones (y por muy extraño que esto parezca, así ocurre) en el sótano del 8 de Difuntos comienza a llover. Si estas cuatro personas hubieran llegado a saber eso, la vida de aquel lugar hubiera sido completamente distinta, no se sabe si mejor o peor, pero sí diferente. Pero ellos nunca lo supieron.
En el apartamento 11 vive la señora Mimí, mujer obesa de 56 años que siempre muestra una sonrisa a todo el mundo, o al menos eso cree ella. Porque en realidad tiene que esforzarse mucho para estirar lo suficiente la comisura de los labios y dejar ver sus enormes dientes. No porque algún defecto físico se lo impida, sino porque la señora Mimí detesta sonreír, y esa aversión le molesta mucho; por eso no deja de intentarlo, para convencerse de que puede sonreír como los demás. En realidad Mimí era conocida en todo aquel lugar como «la gorda», aunque esto nunca llegó a saberlo mientras vivió, que no fue mucho más.
A la señora Mimí podemos encontrarla sentada en su salita, mirando por la ventana, aguardando por su mayor entretenimiento: que llevaran a enterrar a un difunto. Para esos casos siempre tenía en la nevera una pinta de helado de chocolate. A veces, cuando veía a algún niño caminando junto a sus padres, vestido de negro, yendo a enterrar a un abuelito, la señora Mimí mordía involuntariamente la cuchara con que comía el helado y se quedaba largo rato con un sabor metálico en la boca, que poco a poco iba reemplazando el chocolate.
En el centro de la habitación había una mesita con un cuenco de cristal que contenía variedades de caramelos y golosinas. Si algún niño fuera a tocar la puerta de la señora Mimí, ella, con su forzada sonrisa, lo invitaría a pasar y le mostraría el cuenco de las chocolatinas, para que se llenara las manos y le dijera que muchas gracias, e incluso puede que el niño se empinara para darle un beso en la mejilla y entonces ella le recomendaría que fuera un niño obediente. Pero después de cerrarle la puerta al niño ella le haría una mueca y puede que hasta un gesto grosero con su mano derecha. Muchas veces pensaba en eso mientras terminaba su helado. Pero no podemos juzgar a la señora Mimí por esto, porque en realidad ningún niño ha tocado jamás a su puerta.
Pero realmente lo que más odiaba en este mundo era a los perros, sobre todo cuando meneaban la cola. Como dijo en algún momento, le parecía que se burlaban de ella. Muchas veces deseó poder patear a alguno, si hubiera podido correr lo suficiente como para alcanzarlo.
De los inquilinos del edificio no era precisamente quien más visitas hiciera al sótano. No es que no tuviera cosas incómodas de las que deshacerse, pero el caso es que no le molestaba vivir con ellas. Aunque una vez sí tuvo necesidad de bajar. Fue un pequeño incidente que tuvo con un cachorrito. Como era costumbre en todos, bajó de madrugada, abrió un poco la puerta del sótano y jamás volvió a recordar el asunto. Y en realidad eso era algo de lo que la señora Mimí se sentía orgullosa y superior a su vecino de piso: solo había tenido que acudir al sótano una vez en su vida, y eso por un sucio perro.
Descorrió la cortina que cubría su ventana, y vio avanzar lentamente un auto negro. Qué bueno, se dijo, pues tenía enormes deseos de tomar helado. Si al menos viniera un niño, pensó.
Justo frente a la gorda vive Eugenio, hombre joven y apuesto, extremadamente exitoso con las mujeres, y no solo por su apariencia, pues posee, además, una inteligencia fuera de lo común y una profundísima cultura. Aunque según sus palabras, él solo es una persona razonable. Cuando se encuentra con una mujer que le gusta, no se lanza, como la mayoría de los hombres, a ser falsamente caballeroso en situaciones innecesarias, o a soltar una verborrea cursi. No. Cuando Eugenio siente la necesidad de cazar a una mujer inteligente y bonita, sabe exactamente cómo transmitir un aire de misterio, mezcla de buen humor y desinterés, que logra su objetivo con muy poco esfuerzo de su parte.
Y luego que se van a vivir con él, no piensen ustedes que se convierte en un hombre desagradable; al contrario, cada día que pasa es más cariñoso, sin ser abrumador, equilibrio que él sabe lograr como ninguno. Y es preocupado, servicial, conversador, y hace reír. Si tuviera un hijo sería un excelente padre. Y él quisiera mucho tener un hijo, pero cuando cree que lleva el tiempo suficiente con una mujer como para proponérselo, siempre surge algún malentendido que termina con todo. La mayoría de las veces tiene que hacer una visita al sótano cuando estas rupturas ocurren.
Por su apartamento ha pasado gran cantidad de mujeres, sin embargo, no logra formar una familia. Muchas horas gasta Eugenio pensando al respecto, mientras juega al solitario delante de la ventana, esperando a que pase algún entierro. Por Dios, él tiene virtudes y defectos como todo el mundo. Sabe cómo mantener enamorada a una mujer sin aburrirla, es inteligente, culto y sin ninguna necesidad económica. Es imposible que algunas características de su personalidad puedan pesar más que todo esto. Además, él nunca las ha engañado.
Era sincero con cada mujer que se mudaba a su casa. No las celaba, ni las vigilaba, ni las interrogaba. Pero no podía soportar que las cosas a su alrededor no fueran razonables. Sobre todo las personas, ¿por qué alguien no podía simplemente ser lógico y razonable? Si uno hace una pregunta inteligente, ¿por qué no se le daba una respuesta inteligente? Pero nunca se preocupaba demasiado por esto, porque en definitiva, a él solo le gustaban las mujeres inteligentes, y ser inteligente también significa ser razonable ¿o no? Algunas le habían hecho pensar que no.
Creyó que con la última sería distinto. Mujeres inteligentes las había tenido, pero no como ella. Brillante, como le dijo una vez a la gorda. Él no sabe por qué tuvo que comportarse de esa manera, sobre todo ante una pregunta tan simple. Una tarde estaba jugando una partida de Solitario. Como siempre, tenía un reloj despertador encima de la mesa para medir el tiempo del juego y sobre todo, para no pasarse demasiado rato en la misma actividad. Iba de maravilla, casi todas las cartas que necesitaba iban saliendo sin ninguna objeción. El mazo llegó a la última carta y las volteó para volverlas a sacar. Pero volvieron a llegar al final sin que salieran las cartas que necesitaba. Hacía mucho que no perdía un juego de solitario, no era algo a lo que estuviera acostumbrado. No podía ser demasiado pedir que salieran un Diez Negro, un Dos Negro y un Ocho Rojo. Volteó las mismas cartas 13 veces, pero esto no sucedió. Estaba sudando a mares y los dedos de la mano derecha le temblaban. Entonces la llamó. ¿Por qué no le pudo responder algo tan simple? Le preguntó con la mayor dulzura, pasándole una mano por el pelo, que por qué no le salían un Diez Negro, un Dos Negro y un Ocho Rojo. ¿Alguien puede imaginarse una pregunta más razonable que esta? Pero ella le dijo que eso era solo un juego, mientras le devolvía la caricia, con más dulzura aún. Solo un juego. Y él le dijo (dando muestra de superioridad lógica y sin dejar de lado la delicadeza) que no le había preguntado si el Solitario era sólo un juego o no, él le había preguntado que por qué no le salían un Diez Negro, un Dos Negro y un Ocho Rojo. Y ella, en vez de responderle, se le acercó para darle un beso y decirle no sé qué cosa del sudor. Sus dedos se deslizaban temblorosos por el reloj despertador y le hizo la pregunta una vez más, que por qué no le salían –golpe– un Diez Negro –golpe– un Dos Negro –golpe– y un Ocho –golpe– Rojo –golpe, golpe, golpe–.
Después de esto recogió las cartas y se dijo, ya de buen humor, que el Solitario era solo un juego. Y le pareció que ella lloraba. Pero ella no podía llorar, pues no se puede llorar y tener al mismo tiempo los sesos desparramados por el piso, en esto la fisiología humana es muy estricta. No lo lamentaba por la relación perdida, porque si algo le había demostrado la vida era que siempre venía otra, quizá mucho más razonable que la anterior. Lo que sí le molestaba mucho era tener que ir una vez más al sótano. Cuando la gorda se lo cruzara en la escalera lo miraría fijamente como para recordarle que, de todos los inquilinos, era él quien más había tenido que bajar. Y ni qué decir de los dos vecinos de arriba, esos se creían que eran superiores a ellos.
Y lo eran.
En el apartamento 21 del segundo piso vivía una criatura encantadora de ojos ambarinos. Su nombre era Cecilia de la Luz y tenía once años. Un momento, los niños de once años no viven solos. Pero Cecilia sí, y además, no podía recordar haber vivido nunca con nadie más. Solía visitar con frecuencia a su vecino de piso para hablar de su tema favorito: la gorda y Eugenio. Muchas veces se preguntaba cómo podían seres tan inferiores vivir en el mismo edificio que ella.
A pesar de ser considerada un ser casi perfecto quienes la conocían (lo cual se limitaba a su vecino del apartamento 22), a Cecilia podían señalársele uno o dos defectos. Cualidades, como ella misma decía, con cierto orgullo. Uno era la necesidad obstinada de demostrar cariño y afecto físico a cualquier criatura que ella considerara desamparada, díganse lagartijitas, perritos, hormiguitas e incluso a otros seres humanos. Nunca pudo entender que en ciertos momentos, esos seres no necesitaran de sus muestras de afecto, cosa que no ocurría con frecuencia porque, a fin de cuentas, ¿a quién no le gusta que le pasen una mano por el pelo?
Sin embargo había sus excepciones. Como mismo le contaba a su vecino, a veces se daba el caso de… como aquella lagartija. Dios, nunca pensó que una lagartija pudiera ser tan arisca. Recuerda que estaba sentada en su salita y de pronto la vio en el cristal de la ventana, disfrutando de un rayito de sol. La vio tan desamparada, tan solitaria. Estaba convencida de que no tenía familia. Entonces estiró un dedito para acariciarle la cola, pero la lagartija se movió ligeramente al roce de su mano. Como le contó más tarde a su vecino, jamás se le ocurrió pensar que la lagartija no quería que ella la acariciara, por lo que volvió a intentarlo, pero una vez más se apartó de ella, esta vez con intenciones de alejarse definitivamente. Incluso le pareció que había levantado la cabeza, en señal de que le molestaba el roce. Eso era algo inaudito. No es que otras veces algunas sabandijas no hubieran huido de sus afectos, pero ésta se veía tan desamparada que tal idea le pareció ridícula. Sin perder tiempo, y con movimientos muy delicados, abrió una gaveta y sacó un rollo de scotch-tape transparente, cortó un pedacito con los dientes y lo más rápido que pudo se lo puso encima a la lagartija pegándola a la ventana. Entonces pudo darse a la tarea de brindarle todo su afecto.
Largo rato estuvo acariciándola, sin noción de tiempo ni de realidad. Para ser exactos, Cecilia estuvo tocando al bichito 36 horas seguidas, sin despegarse ni un segundo de la ventana ni apartar un instante el dedo de su cuerpo. Claro que la lagartija había muerto desde varias horas antes, pero no fue hasta que sintió su cuerpo rígido y seco que no se percató de ello. Entonces, espantada, salió corriendo a esconderse en la cocina, como hacía siempre que se sentía culpable.
Trató de olvidar el asunto para siempre, y casi lo logra, a no ser por el otro defecto que tiene: la curiosidad. Para ella es simple curiosidad, pero realmente es un sentimiento morboso hacia todo lo que rompe con la armonía de la vida, y el cadáver de una lagartija pegado con cinta adhesiva sobre su ventana rompía completamente con esta armonía. Entonces regresaba y se quedaba extasiada largo rato delante de la sabandija hasta que lograba convencerse de que nada de lo que había ocurrido era su responsabilidad. Y muy contenta cogía una bolsita de nylon, echaba dentro el cadáver y lo deslizaba por una abertura para desechos que tenía en la cocina y que daba directamente al sótano. Por esto es que nadie la había visto jamás bajar, ni a ella ni a su vecino, pues ambos apartamentos estaban dotados de una línea directa, por así decirlo, con el olvido. Sin embargo, a veces la curiosidad la obligaba a…
El vecino de Cecilia era un hombre de edad indefinida. Uno lo miraba y solo podía ver serenidad. Pasaba largas horas delante de la ventana, sentado, sin hablar, sin moverse, sin pensar. De vez en cuando su amiguita lo visitaba y en dos o tres horas no intercambiaban más de un centenar de palabras. Él se limitaba a sonreír a ratos mientras ella le pasaba la mano por el pelo durante mucho, mucho tiempo.
Nadie sabía como se llamaba y siempre estaba tan tranquilo que hubiera dado lástima molestarlo con preguntas, sobre todo con una tan estúpida. Lo que nadie pudo sospechar nunca, es que el verdadero enemigo de esta persona tan serena vivía dentro de sí, en los recovecos más profundos de su mente. Nadie imaginó que con el paso de los días esa tranquilidad se iba convirtiendo para él, poco a poco, en una angustia desesperante. Pero había aprendido a convivir con ella y la conocía como se conoce una enfermedad congénita.
Esto solo le había sucedido con anterioridad dos veces, y le volvería a suceder una vez más en su vida. Su estado de serenidad iba aumentando con los años hasta que alcanzaba un tope, un límite, un punto desde el que solo se puede volver a comenzar, un lugar donde la cola es mordida por la propia cabeza.
La segunda vez que le sucedió estaba sentado a la ventana, como siempre, con un vaso de té humeante. Era tanto el placer interior que sentía, tanta la serenidad de su mente, que una leve cosquilla le subía por el espinazo. Recuerda que sus últimas palabras fueron: “Dios, qué bien se siente”. Entonces lentamente dejó la taza en el piso, se puso de pie y corrió todo lo rápido que pudo hacia la pared y comenzó a golpearse en la cabeza hasta que cayó en el piso, ensangrentado y sin conocimiento. Por suerte jamás nadie lo había visto hacer semejante cosa. Luego se levantaba, un poco agitado pero sin angustia, tranquilo otra vez, dueño de su mente. Y los días, meses y años volvían a sucederse y la serenidad volvía a apoderarse de su espíritu. Esa vez descubrió que mientras más agresivo fuera consigo mismo, obtendría tranquilidad durante mucho más tiempo. Quería librarse de eso de una vez para siempre. Quería vivir en paz hasta el último de sus días.
Para calmarse utilizaba un juego enorme de trenes. Cuando lo armaba ocupaba casi todo el espacio de la sala. Era esto lo único que lo alejaba de los momentos turbulentos que había vivido. Poco a poco su espíritu se iba sosegando hasta que a los pocos meses no necesitaba más de los trenes y volvía a adquirir ese aire místico que tanto admiraba de él su vecinita.
Hacía mucho tiempo de su última crisis. A pesar de que raras veces una idea le pasaba por la mente, en un pequeño destello, en una pequeña conexión con el mundo real, se preguntó si su cuerpo cabría por el túnel que da acceso al sótano del No. 8 de la calle Difuntos, su hogar por siempre jamás. Pero este pensamiento permaneció en su mente solo una centésima de segundo.
El sótano del No. 8 de la calle Difuntos, lugar que nadie había visto jamás… o casi. Era grande, espacioso, ocupaba toda la planta del edificio y su piso estaba tan pulimentado que uno se podría ver la cara en él, si es que uno hubiera entrado alguna vez, cosa que no ocurrió. Siempre estaba oscuro y las únicas ocasiones en que algo se iluminaba dentro era cuando una fina línea se iba abriendo en una de sus paredes, una ranura de luz que dejaba ver parcialmente una figura humana haciendo un gesto hacia adentro, y luego el sonido de un bulto cayendo al piso. Luego nada, oscuridad y silencio.
Nadie en ese lugar pensó jamás, cuando abrían la puerta del sótano y largaban las cosas de las que querían deshacerse, y cerraban la puerta con un ligero escalofrío en la nuca, que el sótano se las arreglaba para reacomodar todo en su interior. También caían algunas cosas por unas aberturas que tenía en el techo, pero esto eran las menos veces, por suerte, porque cosas muy desagradables bajaban por esos conductos.
Apenas un desecho caía en el piso se decidía cual era el lugar que mejor le venía según sus características. Los dolores iban colgados de la pared en unos clavos puestos ahí con ese objetivo, las ofensas personales se guardaban en cajas de cartón con el símbolo internacional de “frágil”, y todo lo que alguna vez hubiera contenido vida, todo lo que hubiera respirado, o hablado, o amado, o sentido, iba a parar al rincón más apartado de la puerta, a la parte trasera del sótano, a un lugar del que jamás volverían a salir; porque nada de lo que alguna vez entró en ese lugar había vuelto a salir.
Pero no siempre que el filo de la puerta dejaba ver la ranura de luz se había lanzado algo en su interior. En ocasiones se había visto cómo una pequeña figurita se asomaba a la entrada e inclinaba la cabeza para tratar de ver lo que había en su interior, pero era tanto el horror que habitaba dentro de él que rápidamente la puerta volvía a cerrarse y se sentían unos pasitos que subían la escalera a toda velocidad.
El sótano contaba además con un sistema contra incendios que estaba distribuido por todo el techo; sin embargo, no se activaba por humo o por calor. Cuando en el sótano caía algo que no hubiera perdido del todo la vida, algo que expulsara líquidos de origen biológico, o que atentara contra la pulcritud de ese lugar, el sistema se activaba y se sentía un ruido ensordecedor por cada una de las viejas y decrépitas tuberías, y las válvulas comenzaban a girar chirriando de óxido hasta que el agua purificadora salía a chorros por cada una de las miles de pequeñas aberturas que había en el techo. Entonces, en el sótano del No. 8 de la calle Difuntos, comenzaba a llover.
En algún punto intermedio de la calle Difuntos, no se sabe cuán cerca o lejos de cada uno de sus extremos, hay un edificio: el número 8. Puede que este edificio tenga nombre, pero en todo aquel lugar se conoce como “El No. 8 de la calle Difuntos”. Nadie sabe por qué es el número 8, ya que no existe ninguna otra construcción; de hecho, en aquel lugar está absolutamente prohibido construir. Pero el edificio ya estaba ahí desde mucho antes que existiera la primera calle.
No es un edificio alto, tiene solo dos pisos; sin embargo, su espacio interior es inmenso. Cuenta con dos apartamentos en cada piso. Visto desde afuera recuerda una construcción victoriana. Cada apartamento tiene una ventanita desde la que sus inquilinos realizan su pasatiempo favorito: ver pasar la fila funeraria. El edificio carece de verjas, jardines, faroles, y su entrada se abre directamente a la acera. Lo que nadie podría adivinar es que, además de los cuatro apartamentos, en el No. 8 hay un oscuro sótano que ocupa toda el área de la construcción y que está muy por debajo del nivel de la calle.
Las cuatro puertas de los apartamentos son idénticas. De color blanco, con mirilla y un número dorado encima de ésta. En el primer piso, a la izquierda, se encuentra el apartamento 11 y a la derecha, el 12. En el segundo piso, a la izquierda, podemos ver el 21 y la derecha, el 22. En cada uno de estos apartamentos vive una, y solo una, persona. Estos cuatro inquilinos son los únicos que saben dónde se encuentra la puerta de acceso al sótano. Por mucho que alguien la busque, jamás la encontrará. Sin embargo, ellos nunca han entrado. Cuando necesitan deshacerse de algo incómodo, esperan a la madrugada, van hasta la puerta del sótano y tiran el bulto. Luego vuelven a cerrar con llave y no piensan más en ello. Y es precisamente por ese motivo que ninguno sabe que, en algunas ocasiones (y por muy extraño que esto parezca, así ocurre) en el sótano del 8 de Difuntos comienza a llover. Si estas cuatro personas hubieran llegado a saber eso, la vida de aquel lugar hubiera sido completamente distinta, no se sabe si mejor o peor, pero sí diferente. Pero ellos nunca lo supieron.
En el apartamento 11 vive la señora Mimí, mujer obesa de 56 años que siempre muestra una sonrisa a todo el mundo, o al menos eso cree ella. Porque en realidad tiene que esforzarse mucho para estirar lo suficiente la comisura de los labios y dejar ver sus enormes dientes. No porque algún defecto físico se lo impida, sino porque la señora Mimí detesta sonreír, y esa aversión le molesta mucho; por eso no deja de intentarlo, para convencerse de que puede sonreír como los demás. En realidad Mimí era conocida en todo aquel lugar como «la gorda», aunque esto nunca llegó a saberlo mientras vivió, que no fue mucho más.
A la señora Mimí podemos encontrarla sentada en su salita, mirando por la ventana, aguardando por su mayor entretenimiento: que llevaran a enterrar a un difunto. Para esos casos siempre tenía en la nevera una pinta de helado de chocolate. A veces, cuando veía a algún niño caminando junto a sus padres, vestido de negro, yendo a enterrar a un abuelito, la señora Mimí mordía involuntariamente la cuchara con que comía el helado y se quedaba largo rato con un sabor metálico en la boca, que poco a poco iba reemplazando el chocolate.
En el centro de la habitación había una mesita con un cuenco de cristal que contenía variedades de caramelos y golosinas. Si algún niño fuera a tocar la puerta de la señora Mimí, ella, con su forzada sonrisa, lo invitaría a pasar y le mostraría el cuenco de las chocolatinas, para que se llenara las manos y le dijera que muchas gracias, e incluso puede que el niño se empinara para darle un beso en la mejilla y entonces ella le recomendaría que fuera un niño obediente. Pero después de cerrarle la puerta al niño ella le haría una mueca y puede que hasta un gesto grosero con su mano derecha. Muchas veces pensaba en eso mientras terminaba su helado. Pero no podemos juzgar a la señora Mimí por esto, porque en realidad ningún niño ha tocado jamás a su puerta.
Pero realmente lo que más odiaba en este mundo era a los perros, sobre todo cuando meneaban la cola. Como dijo en algún momento, le parecía que se burlaban de ella. Muchas veces deseó poder patear a alguno, si hubiera podido correr lo suficiente como para alcanzarlo.
De los inquilinos del edificio no era precisamente quien más visitas hiciera al sótano. No es que no tuviera cosas incómodas de las que deshacerse, pero el caso es que no le molestaba vivir con ellas. Aunque una vez sí tuvo necesidad de bajar. Fue un pequeño incidente que tuvo con un cachorrito. Como era costumbre en todos, bajó de madrugada, abrió un poco la puerta del sótano y jamás volvió a recordar el asunto. Y en realidad eso era algo de lo que la señora Mimí se sentía orgullosa y superior a su vecino de piso: solo había tenido que acudir al sótano una vez en su vida, y eso por un sucio perro.
Descorrió la cortina que cubría su ventana, y vio avanzar lentamente un auto negro. Qué bueno, se dijo, pues tenía enormes deseos de tomar helado. Si al menos viniera un niño, pensó.
Justo frente a la gorda vive Eugenio, hombre joven y apuesto, extremadamente exitoso con las mujeres, y no solo por su apariencia, pues posee, además, una inteligencia fuera de lo común y una profundísima cultura. Aunque según sus palabras, él solo es una persona razonable. Cuando se encuentra con una mujer que le gusta, no se lanza, como la mayoría de los hombres, a ser falsamente caballeroso en situaciones innecesarias, o a soltar una verborrea cursi. No. Cuando Eugenio siente la necesidad de cazar a una mujer inteligente y bonita, sabe exactamente cómo transmitir un aire de misterio, mezcla de buen humor y desinterés, que logra su objetivo con muy poco esfuerzo de su parte.
Y luego que se van a vivir con él, no piensen ustedes que se convierte en un hombre desagradable; al contrario, cada día que pasa es más cariñoso, sin ser abrumador, equilibrio que él sabe lograr como ninguno. Y es preocupado, servicial, conversador, y hace reír. Si tuviera un hijo sería un excelente padre. Y él quisiera mucho tener un hijo, pero cuando cree que lleva el tiempo suficiente con una mujer como para proponérselo, siempre surge algún malentendido que termina con todo. La mayoría de las veces tiene que hacer una visita al sótano cuando estas rupturas ocurren.
Por su apartamento ha pasado gran cantidad de mujeres, sin embargo, no logra formar una familia. Muchas horas gasta Eugenio pensando al respecto, mientras juega al solitario delante de la ventana, esperando a que pase algún entierro. Por Dios, él tiene virtudes y defectos como todo el mundo. Sabe cómo mantener enamorada a una mujer sin aburrirla, es inteligente, culto y sin ninguna necesidad económica. Es imposible que algunas características de su personalidad puedan pesar más que todo esto. Además, él nunca las ha engañado.
Era sincero con cada mujer que se mudaba a su casa. No las celaba, ni las vigilaba, ni las interrogaba. Pero no podía soportar que las cosas a su alrededor no fueran razonables. Sobre todo las personas, ¿por qué alguien no podía simplemente ser lógico y razonable? Si uno hace una pregunta inteligente, ¿por qué no se le daba una respuesta inteligente? Pero nunca se preocupaba demasiado por esto, porque en definitiva, a él solo le gustaban las mujeres inteligentes, y ser inteligente también significa ser razonable ¿o no? Algunas le habían hecho pensar que no.
Creyó que con la última sería distinto. Mujeres inteligentes las había tenido, pero no como ella. Brillante, como le dijo una vez a la gorda. Él no sabe por qué tuvo que comportarse de esa manera, sobre todo ante una pregunta tan simple. Una tarde estaba jugando una partida de Solitario. Como siempre, tenía un reloj despertador encima de la mesa para medir el tiempo del juego y sobre todo, para no pasarse demasiado rato en la misma actividad. Iba de maravilla, casi todas las cartas que necesitaba iban saliendo sin ninguna objeción. El mazo llegó a la última carta y las volteó para volverlas a sacar. Pero volvieron a llegar al final sin que salieran las cartas que necesitaba. Hacía mucho que no perdía un juego de solitario, no era algo a lo que estuviera acostumbrado. No podía ser demasiado pedir que salieran un Diez Negro, un Dos Negro y un Ocho Rojo. Volteó las mismas cartas 13 veces, pero esto no sucedió. Estaba sudando a mares y los dedos de la mano derecha le temblaban. Entonces la llamó. ¿Por qué no le pudo responder algo tan simple? Le preguntó con la mayor dulzura, pasándole una mano por el pelo, que por qué no le salían un Diez Negro, un Dos Negro y un Ocho Rojo. ¿Alguien puede imaginarse una pregunta más razonable que esta? Pero ella le dijo que eso era solo un juego, mientras le devolvía la caricia, con más dulzura aún. Solo un juego. Y él le dijo (dando muestra de superioridad lógica y sin dejar de lado la delicadeza) que no le había preguntado si el Solitario era sólo un juego o no, él le había preguntado que por qué no le salían un Diez Negro, un Dos Negro y un Ocho Rojo. Y ella, en vez de responderle, se le acercó para darle un beso y decirle no sé qué cosa del sudor. Sus dedos se deslizaban temblorosos por el reloj despertador y le hizo la pregunta una vez más, que por qué no le salían –golpe– un Diez Negro –golpe– un Dos Negro –golpe– y un Ocho –golpe– Rojo –golpe, golpe, golpe–.
Después de esto recogió las cartas y se dijo, ya de buen humor, que el Solitario era solo un juego. Y le pareció que ella lloraba. Pero ella no podía llorar, pues no se puede llorar y tener al mismo tiempo los sesos desparramados por el piso, en esto la fisiología humana es muy estricta. No lo lamentaba por la relación perdida, porque si algo le había demostrado la vida era que siempre venía otra, quizá mucho más razonable que la anterior. Lo que sí le molestaba mucho era tener que ir una vez más al sótano. Cuando la gorda se lo cruzara en la escalera lo miraría fijamente como para recordarle que, de todos los inquilinos, era él quien más había tenido que bajar. Y ni qué decir de los dos vecinos de arriba, esos se creían que eran superiores a ellos.
Y lo eran.
En el apartamento 21 del segundo piso vivía una criatura encantadora de ojos ambarinos. Su nombre era Cecilia de la Luz y tenía once años. Un momento, los niños de once años no viven solos. Pero Cecilia sí, y además, no podía recordar haber vivido nunca con nadie más. Solía visitar con frecuencia a su vecino de piso para hablar de su tema favorito: la gorda y Eugenio. Muchas veces se preguntaba cómo podían seres tan inferiores vivir en el mismo edificio que ella.
A pesar de ser considerada un ser casi perfecto quienes la conocían (lo cual se limitaba a su vecino del apartamento 22), a Cecilia podían señalársele uno o dos defectos. Cualidades, como ella misma decía, con cierto orgullo. Uno era la necesidad obstinada de demostrar cariño y afecto físico a cualquier criatura que ella considerara desamparada, díganse lagartijitas, perritos, hormiguitas e incluso a otros seres humanos. Nunca pudo entender que en ciertos momentos, esos seres no necesitaran de sus muestras de afecto, cosa que no ocurría con frecuencia porque, a fin de cuentas, ¿a quién no le gusta que le pasen una mano por el pelo?
Sin embargo había sus excepciones. Como mismo le contaba a su vecino, a veces se daba el caso de… como aquella lagartija. Dios, nunca pensó que una lagartija pudiera ser tan arisca. Recuerda que estaba sentada en su salita y de pronto la vio en el cristal de la ventana, disfrutando de un rayito de sol. La vio tan desamparada, tan solitaria. Estaba convencida de que no tenía familia. Entonces estiró un dedito para acariciarle la cola, pero la lagartija se movió ligeramente al roce de su mano. Como le contó más tarde a su vecino, jamás se le ocurrió pensar que la lagartija no quería que ella la acariciara, por lo que volvió a intentarlo, pero una vez más se apartó de ella, esta vez con intenciones de alejarse definitivamente. Incluso le pareció que había levantado la cabeza, en señal de que le molestaba el roce. Eso era algo inaudito. No es que otras veces algunas sabandijas no hubieran huido de sus afectos, pero ésta se veía tan desamparada que tal idea le pareció ridícula. Sin perder tiempo, y con movimientos muy delicados, abrió una gaveta y sacó un rollo de scotch-tape transparente, cortó un pedacito con los dientes y lo más rápido que pudo se lo puso encima a la lagartija pegándola a la ventana. Entonces pudo darse a la tarea de brindarle todo su afecto.
Largo rato estuvo acariciándola, sin noción de tiempo ni de realidad. Para ser exactos, Cecilia estuvo tocando al bichito 36 horas seguidas, sin despegarse ni un segundo de la ventana ni apartar un instante el dedo de su cuerpo. Claro que la lagartija había muerto desde varias horas antes, pero no fue hasta que sintió su cuerpo rígido y seco que no se percató de ello. Entonces, espantada, salió corriendo a esconderse en la cocina, como hacía siempre que se sentía culpable.
Trató de olvidar el asunto para siempre, y casi lo logra, a no ser por el otro defecto que tiene: la curiosidad. Para ella es simple curiosidad, pero realmente es un sentimiento morboso hacia todo lo que rompe con la armonía de la vida, y el cadáver de una lagartija pegado con cinta adhesiva sobre su ventana rompía completamente con esta armonía. Entonces regresaba y se quedaba extasiada largo rato delante de la sabandija hasta que lograba convencerse de que nada de lo que había ocurrido era su responsabilidad. Y muy contenta cogía una bolsita de nylon, echaba dentro el cadáver y lo deslizaba por una abertura para desechos que tenía en la cocina y que daba directamente al sótano. Por esto es que nadie la había visto jamás bajar, ni a ella ni a su vecino, pues ambos apartamentos estaban dotados de una línea directa, por así decirlo, con el olvido. Sin embargo, a veces la curiosidad la obligaba a…
El vecino de Cecilia era un hombre de edad indefinida. Uno lo miraba y solo podía ver serenidad. Pasaba largas horas delante de la ventana, sentado, sin hablar, sin moverse, sin pensar. De vez en cuando su amiguita lo visitaba y en dos o tres horas no intercambiaban más de un centenar de palabras. Él se limitaba a sonreír a ratos mientras ella le pasaba la mano por el pelo durante mucho, mucho tiempo.
Nadie sabía como se llamaba y siempre estaba tan tranquilo que hubiera dado lástima molestarlo con preguntas, sobre todo con una tan estúpida. Lo que nadie pudo sospechar nunca, es que el verdadero enemigo de esta persona tan serena vivía dentro de sí, en los recovecos más profundos de su mente. Nadie imaginó que con el paso de los días esa tranquilidad se iba convirtiendo para él, poco a poco, en una angustia desesperante. Pero había aprendido a convivir con ella y la conocía como se conoce una enfermedad congénita.
Esto solo le había sucedido con anterioridad dos veces, y le volvería a suceder una vez más en su vida. Su estado de serenidad iba aumentando con los años hasta que alcanzaba un tope, un límite, un punto desde el que solo se puede volver a comenzar, un lugar donde la cola es mordida por la propia cabeza.
La segunda vez que le sucedió estaba sentado a la ventana, como siempre, con un vaso de té humeante. Era tanto el placer interior que sentía, tanta la serenidad de su mente, que una leve cosquilla le subía por el espinazo. Recuerda que sus últimas palabras fueron: “Dios, qué bien se siente”. Entonces lentamente dejó la taza en el piso, se puso de pie y corrió todo lo rápido que pudo hacia la pared y comenzó a golpearse en la cabeza hasta que cayó en el piso, ensangrentado y sin conocimiento. Por suerte jamás nadie lo había visto hacer semejante cosa. Luego se levantaba, un poco agitado pero sin angustia, tranquilo otra vez, dueño de su mente. Y los días, meses y años volvían a sucederse y la serenidad volvía a apoderarse de su espíritu. Esa vez descubrió que mientras más agresivo fuera consigo mismo, obtendría tranquilidad durante mucho más tiempo. Quería librarse de eso de una vez para siempre. Quería vivir en paz hasta el último de sus días.
Para calmarse utilizaba un juego enorme de trenes. Cuando lo armaba ocupaba casi todo el espacio de la sala. Era esto lo único que lo alejaba de los momentos turbulentos que había vivido. Poco a poco su espíritu se iba sosegando hasta que a los pocos meses no necesitaba más de los trenes y volvía a adquirir ese aire místico que tanto admiraba de él su vecinita.
Hacía mucho tiempo de su última crisis. A pesar de que raras veces una idea le pasaba por la mente, en un pequeño destello, en una pequeña conexión con el mundo real, se preguntó si su cuerpo cabría por el túnel que da acceso al sótano del No. 8 de la calle Difuntos, su hogar por siempre jamás. Pero este pensamiento permaneció en su mente solo una centésima de segundo.
El sótano del No. 8 de la calle Difuntos, lugar que nadie había visto jamás… o casi. Era grande, espacioso, ocupaba toda la planta del edificio y su piso estaba tan pulimentado que uno se podría ver la cara en él, si es que uno hubiera entrado alguna vez, cosa que no ocurrió. Siempre estaba oscuro y las únicas ocasiones en que algo se iluminaba dentro era cuando una fina línea se iba abriendo en una de sus paredes, una ranura de luz que dejaba ver parcialmente una figura humana haciendo un gesto hacia adentro, y luego el sonido de un bulto cayendo al piso. Luego nada, oscuridad y silencio.
Nadie en ese lugar pensó jamás, cuando abrían la puerta del sótano y largaban las cosas de las que querían deshacerse, y cerraban la puerta con un ligero escalofrío en la nuca, que el sótano se las arreglaba para reacomodar todo en su interior. También caían algunas cosas por unas aberturas que tenía en el techo, pero esto eran las menos veces, por suerte, porque cosas muy desagradables bajaban por esos conductos.
Apenas un desecho caía en el piso se decidía cual era el lugar que mejor le venía según sus características. Los dolores iban colgados de la pared en unos clavos puestos ahí con ese objetivo, las ofensas personales se guardaban en cajas de cartón con el símbolo internacional de “frágil”, y todo lo que alguna vez hubiera contenido vida, todo lo que hubiera respirado, o hablado, o amado, o sentido, iba a parar al rincón más apartado de la puerta, a la parte trasera del sótano, a un lugar del que jamás volverían a salir; porque nada de lo que alguna vez entró en ese lugar había vuelto a salir.
Pero no siempre que el filo de la puerta dejaba ver la ranura de luz se había lanzado algo en su interior. En ocasiones se había visto cómo una pequeña figurita se asomaba a la entrada e inclinaba la cabeza para tratar de ver lo que había en su interior, pero era tanto el horror que habitaba dentro de él que rápidamente la puerta volvía a cerrarse y se sentían unos pasitos que subían la escalera a toda velocidad.
El sótano contaba además con un sistema contra incendios que estaba distribuido por todo el techo; sin embargo, no se activaba por humo o por calor. Cuando en el sótano caía algo que no hubiera perdido del todo la vida, algo que expulsara líquidos de origen biológico, o que atentara contra la pulcritud de ese lugar, el sistema se activaba y se sentía un ruido ensordecedor por cada una de las viejas y decrépitas tuberías, y las válvulas comenzaban a girar chirriando de óxido hasta que el agua purificadora salía a chorros por cada una de las miles de pequeñas aberturas que había en el techo. Entonces, en el sótano del No. 8 de la calle Difuntos, comenzaba a llover.