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Puerto de eternautas


    El ocho. Parte III: Génesis (final)

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    Mensaje por versus Mar Jun 12, 2012 4:57 pm

    (Donde los personajes son reales, pero siempre en blanco y negro. Está ambientado en los‘50)


    La mujer preguntó en voz muy alta por el último de la cola; pero en la sala solo había una anciana, que la miró malhumorada por la absurda pregunta. Se sentó en el otro extremo del saloncito y le hizo un gesto autoritario al niño que la acompañaba para que se sentara a su lado.
    La sala de espera del pequeño hospital pediátrico era cuadrada con tres filas de sillas metálicas frente a las cuales se encontraba un pasillo con ocho puertas: cuatro a cada lado. Eran las consultas, y cada una tenía encima un número luminoso. En la pared, justo a la entrada del pasillo, había un tablero con los números del uno al ocho que se encendían en dependencia de la consulta que quedaba desocupada.
    El número uno se iluminó y la anciana, con un niño pequeño entre los brazos –que hasta ese momento había permanecido oculto- entró al primer cubículo del pasillo.
    La mujer y el niño quedaron solos en la sala de espera. El muchacho tenía siete años e iba vestido con una marinera. Tenía unos ojos demasiado grandes y expresivos para su pequeño e infantil rostro, causando desagrado en quienes lo miraban por unos segundos. Por eso no lo miraban mucho. La mujer era gorda, como de 50 años y llevaba unos espejuelos muy ridículos. Vestía una saya carmelita por cuyo borde inferior sobresalía una sayuela blanca con encajes en el dobladillo. Sacó de su bolso un bastón de caramelo y comenzó a chuparlo con fuerza, quizá con un poco de rabia.
    Mientras tanto el niño se entretenía persiguiendo una pequeña lagartija de colores anillados. La mujer le hizo un gesto para que regresara a la silla de su lado. El niño se paró frente a ella y le miró fijamente al caramelo. La mujer comenzó a sudar.
    El número ocho se iluminó. La mujer le sonrió al muchacho mientras envolvía los restos de caramelo en un papel y los metía nuevamente en el bolso. Tomó al niño con fuerza por el antebrazo y lo condujo a la última consulta del pasillo, a la izquierda. Entraron.
    A los cinco minutos salió la mujer sola y fue a sentarse a la misma silla. El salón seguía vacío. Nuevamente sacó su caramelo y mientras lo trituraba con los dientes comenzó a decir muy bajito el nombre de su nieto.
    Treinta minutos después salió el niño, que lentamente se acercó a ella con un papel en la mano. La mujer lo leyó. Luego lo estrujó y lo arrojó a una papelera mientras miraba con enojo hacia el final del pasillo. Cuando iban saliendo del pequeño hospital un perro callejero trató de entrar, pues una fina llovizna caía. La mujer sonó sus grandes zapatos contra el piso y el perro salió huyendo con el rabo entre las patas. Volvió a apretar al niño por el antebrazo, en el cual habían marcas prietas causadas por las uñas de la abuela. Y juntos fueron caminando por la acera.
    Dentro de la consulta número ocho un anciano vestido de blanco examinaba con detenimiento una planilla en la que se podía leer:
    Nombre: Babilonio …, Edad: 7 años, Diagnóstico preliminar: Trastornos de la personalidad.
    Y con un lápiz dibujó una flecha y escribió al final de la línea, con trazos muy tenues: posible trastorno de personalidad múltiple.
    Presionó un botón rojo debajo del escritorio y en la solitaria sala de espera un ocho volvió a encenderse.

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