Prólogo
Esta historia, comienza, como lo hacían en aquellos tiempos las historias, en una habitación caldeada, junto al fuego benéfico de una chimenea. El viejo está sentado cerca del hogar y da un trago de su jarra de cerveza para aclararse la garganta. Es muy, muy viejo, y sus ojos, rodeados de una infinidad de arrugas cobran, bajo la luz anaranjada, un brillo de mística autoridad. Guarda un silencio efectista mientras que sus espectadores se acomodan en torno a el. El tabernero comienza a limpiar la barra, ya limpia, para tener una excusa y permanecer allí. Su hija, que debería estar en la atendiendo a la numerosa clientela, ha conseguido quedarse en un rincón para escuchar e incluso la mujer del tabernero se apoya discretamente en el marco de la puerta que da a la cocina. El viejo carraspea satisfecho, sabedor de todas las miradas que ahora mismo están clavadas en el.
-Hoy les hablaré sobre Aldara- sentencia, y hace otra pausa para escudriñar la reacción de su público. Como era de esperarse, ojos abiertos como platos se clavan en el, nadie se atreve ni a toser. Todos conoces a Aldara y, lo más seguro, la historia que el viejo va a relatarles. Pero siempre es como si fuera la primera vez, y se mantienen espectantes y silenciosos. - Supongo que todos hemos oído hablar de ella - contnúa- era tan hermosa como los ángeles de Lug, y era tan feroz que ni el guerrero más fiero y fuerte podía con ella. Estudió magia en las grandes bibliotecas de Lugas, bajó al reino de los moiros y regresó, cabalgó sobre Épona y forjó una alianza con Esus, el señor de las bestias, tan fuerte que aún se la venera y recuerda en sus bosques. Tenía los ojos violetas de los elegidos de Lug. Fue amada y perseguida por los hombres y sus canciones aún se escuchan y son cantadas por todos en los cuatro rincones del mundo. Aprendió el manejo de la espada de los guerreros del desierto, y las danzas de los pueblos nómadas entre los que creció. Conoció el verdadero nombre de reyes, nobles y caballeros y los utilizó a su antojo. ¡Oh! Créanlo, Aldara podía ser terrible pero también albergaba nobleza en su corazón.
<< Hace ya muchos años, cuando Aldara no era más que una niña visitó con su clan de nómadas titiriteros la ciudad de Purt, al norte de Gleann. Había vivido con los titiriteros toda su vida, y estos le habían enseñado muchas artes secretas...>>
Una mujer escucha con una triste expresión al cuentacuentos. Tiene la mirada perdida en el silencio de su jarra vacía, el pelo, largo y oscuro le cae sobre los hombros como una enmarañada cascada y enmarca su cara, de rasgos dulces y algo infantiles, unas cuantas pecas le coloreaban los pómulos.
Nadie la observa, es tan solo una sombra en medio de la clientela habitual de esta taberna. Apesadumbrada por alguna razón ajena al pequeño mundo que significan la taberna, las palabras del viejo, las miradas atetantas y el chisporroteo del fuego, la mujer deja caer una lágrima, más cansada que realmente adolorida, en el seguro escondite de su discreción.
No es precisamente vieja, al contrario, debe rondar apenas los 30 años, no obstante en su frente ya se dibujan unas profundas arrugas de cansancio. Hace ya unos años que se mudó a aquel pueblo y puso una hostería donde además, por un módico precio, renueva el caballo de los viajeros con prisa y monturas cansadas. Es, además, una de las pocas personas que saben leer y escribir en todo el pueblo, correctamente y sin faltas ortográficas, por ello, hace las veces de escribana, y pronto se volvió muy querida y útil cuando demostró poder hacerse cargo sin problemas de la contabilidad de los negocios y granjas, sin embargo, para todos sigue siendo una extraña.
La conocen como Alda, y según los rumores, su marido la maltrataba tanto que un día lo mató y debió huir de su pueblo. Nadie sabe a ciencia cierta si eso es verdad, pero como es un pueblo pequeño, los rumores suelen estancarse y convertirse en hechos. Por eso la gente sentía compasión por Alda, y las mujeres mayores, que sabían como dolían ese tipo de cosas, solían ayudarla mientras estuviera en su alcance. Los hombres, que ante su mirada envejecida sentían casi cierta culpabilidad siempre estaban dispuestos a prestarle su fuerza en caso de que necesitara, por ejemplo, mover alguna cosa muy pesada. A pesar de ello, y como ya dijimos, no encajaba de todo con el resto de los pobladores y era común encontrarla sola y ensimismada, perdida en su propia historia...
Como esta noche, en la que el suave rumor de una buena historia arrulla a su constante tristeza cansada. Alda, allí sobre la mesa, rodeada del resto de clientes, se siente más sola que nunca. Quizás recuerda días mejores, al lado de otras hogueras y contando otras historias.