Cuelgo un mini texto que he escrito un poco improvisado. Perdonar lo macabro de la situación.
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El último adiós
Los vestigios de la muerte se cernían pesados en aquella lúgubre noche. Sombría y hermosa a partes iguales, la luna se alzaba vasta en el firmamento; testigo atento de todo lo que bajo su imperio acontecía. No había estrellas en la clara noche. Si las había, la contaminación lumínica producida por un artificial lucero, escondía toda presencia de bóveda celeste. No había tampoco esperanzas en el atormentado ser del joven quien -albergado por la luz de un candil- no paraba de cavar y cavar, ayudado por una vieja pala, la tierra de aquel camposanto.
¿Qué hacía? ¿Qué locura llevaba a un hombre a escaparse en mitad de la noche para dirigirse, pala en mano, a un cementerio? Aún más, ¿qué clase de enajenación llevaba a un príncipe como él a hacer eso?
Fue príncipe un día. Convertido hoy en rey destronado, fue arrastrado por la demencia de una dinastía maldita. Bajo su gobierno, su reinado se había visto envuelto en el caos. Sólo el apego y la pasión de una joven, que no dudó en convertir en su reina, consiguió enderezar el rumbo de una monarquía obsoleta. Ah aquella regenta de oscuros ojos, cabello de ébano, y sagaz sonrisa. Necesitaba volver a verla.
El viento tomó el susurro de sus palabras transportándolo con delicadeza a través del camposanto. Tuvo que detenerse en su labor un instante. El tacto de la tenue brisa acariciando su piel le estremecía con un incómodo hormigueo que nacía en su nuca y recorría su cuerpo deslizándose a través de su espalda. Pudo sentir como los pequeños pelos claros de su brazo se erizaban. El frío del gris invierno hacía semanas que se había hecho notar, pese a estar cercano el equinoccio de primavera. Volvió a su labor. Y junto a él, lamentos del alma.
Clock
Entre la tierra removida había alcanzado algo sólido. Continuó levantando más terreno hasta liberar por completo féretro que yacía en aquella tumba. Dirigió esa mirada, perdida y enajenada, al fondo del abismo al que su ser se asomaba. Retiró la tapa del ataúd liberando los secretos que su interior escondían.
Noches enteras pasó admirando aquella figura, era su luna. Durante el día, su sol. La más bella de las rosas, en primavera o en invierno. Del Olimpo sería Afrodita; de Troya, Helena. Querida y temida, aquella oscura mirada provocaba tempestades cuando derramaban alguna lágrima; por lo contrario, cuando estaban alegres eran capaces de elevar a un mortal hasta la más alta de las nubes. Su sonrisa, inerte en ese momento, era un viento capaz de mover el más robusto de los árboles. Estaba llena de vida, a diario mostraba su fuerza y valía para enfrentar la crueldad de un mundo enfermo. Cuántas veces se habría apoyado él en aquel ángel que le hacía comprender hasta la última de las pequeñeces de la vida. Ese espíritu soñador y belleza sin igual aceleraba los latidos de su corazón. Pero ya no quedaba nada de eso…
Hacía dos días que le habían dado sepultura y aunque físicamente parecía la de siempre estaba vacía. Ya no estaba allí. No había vida, energía ni fuerza en ella. Definitivamente se había ido, le había abandonado. La parca se había llevado toda su esencia junto al último viento de levante. Se había desvanecido como la flor de loto que cae después de alcanzar su punto de perfección más álgido.
Tomó el cuerpo de la joven sosteniéndolo desde sus brazos y lo apoyó sobre su regazo. Su mano recorrió el pálido rostro de la difunta.
Acercó sus labios a los de la doncella que le había robado el alma. La besó. Estaban fríos como el invierno de diciembre. Aun así, pudo sentir por última vez la suavidad de aquella boca que un día fue cálida. Se tumbó sobre el empedrado, y cubierto de tierra, terreno. La hierba estaba fría y húmeda. Envolvió con su brazo el cuerpo de su dama, parecía más templado que el entorno que lo rodeaba. Junto a ella, o lo que quedaba de ella, cerró los ojos dejando que las tinieblas lo envolvieran una vez más. Una última vez más…
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El último adiós
Los vestigios de la muerte se cernían pesados en aquella lúgubre noche. Sombría y hermosa a partes iguales, la luna se alzaba vasta en el firmamento; testigo atento de todo lo que bajo su imperio acontecía. No había estrellas en la clara noche. Si las había, la contaminación lumínica producida por un artificial lucero, escondía toda presencia de bóveda celeste. No había tampoco esperanzas en el atormentado ser del joven quien -albergado por la luz de un candil- no paraba de cavar y cavar, ayudado por una vieja pala, la tierra de aquel camposanto.
¿Qué hacía? ¿Qué locura llevaba a un hombre a escaparse en mitad de la noche para dirigirse, pala en mano, a un cementerio? Aún más, ¿qué clase de enajenación llevaba a un príncipe como él a hacer eso?
Fue príncipe un día. Convertido hoy en rey destronado, fue arrastrado por la demencia de una dinastía maldita. Bajo su gobierno, su reinado se había visto envuelto en el caos. Sólo el apego y la pasión de una joven, que no dudó en convertir en su reina, consiguió enderezar el rumbo de una monarquía obsoleta. Ah aquella regenta de oscuros ojos, cabello de ébano, y sagaz sonrisa. Necesitaba volver a verla.
- - Sólo una vez más…
El viento tomó el susurro de sus palabras transportándolo con delicadeza a través del camposanto. Tuvo que detenerse en su labor un instante. El tacto de la tenue brisa acariciando su piel le estremecía con un incómodo hormigueo que nacía en su nuca y recorría su cuerpo deslizándose a través de su espalda. Pudo sentir como los pequeños pelos claros de su brazo se erizaban. El frío del gris invierno hacía semanas que se había hecho notar, pese a estar cercano el equinoccio de primavera. Volvió a su labor. Y junto a él, lamentos del alma.
Clock
Entre la tierra removida había alcanzado algo sólido. Continuó levantando más terreno hasta liberar por completo féretro que yacía en aquella tumba. Dirigió esa mirada, perdida y enajenada, al fondo del abismo al que su ser se asomaba. Retiró la tapa del ataúd liberando los secretos que su interior escondían.
- - Mi reina…
Noches enteras pasó admirando aquella figura, era su luna. Durante el día, su sol. La más bella de las rosas, en primavera o en invierno. Del Olimpo sería Afrodita; de Troya, Helena. Querida y temida, aquella oscura mirada provocaba tempestades cuando derramaban alguna lágrima; por lo contrario, cuando estaban alegres eran capaces de elevar a un mortal hasta la más alta de las nubes. Su sonrisa, inerte en ese momento, era un viento capaz de mover el más robusto de los árboles. Estaba llena de vida, a diario mostraba su fuerza y valía para enfrentar la crueldad de un mundo enfermo. Cuántas veces se habría apoyado él en aquel ángel que le hacía comprender hasta la última de las pequeñeces de la vida. Ese espíritu soñador y belleza sin igual aceleraba los latidos de su corazón. Pero ya no quedaba nada de eso…
Hacía dos días que le habían dado sepultura y aunque físicamente parecía la de siempre estaba vacía. Ya no estaba allí. No había vida, energía ni fuerza en ella. Definitivamente se había ido, le había abandonado. La parca se había llevado toda su esencia junto al último viento de levante. Se había desvanecido como la flor de loto que cae después de alcanzar su punto de perfección más álgido.
Tomó el cuerpo de la joven sosteniéndolo desde sus brazos y lo apoyó sobre su regazo. Su mano recorrió el pálido rostro de la difunta.
- - Adiós…
Acercó sus labios a los de la doncella que le había robado el alma. La besó. Estaban fríos como el invierno de diciembre. Aun así, pudo sentir por última vez la suavidad de aquella boca que un día fue cálida. Se tumbó sobre el empedrado, y cubierto de tierra, terreno. La hierba estaba fría y húmeda. Envolvió con su brazo el cuerpo de su dama, parecía más templado que el entorno que lo rodeaba. Junto a ella, o lo que quedaba de ella, cerró los ojos dejando que las tinieblas lo envolvieran una vez más. Una última vez más…