Este fragmento continua la historia justo donde se dejó en el anterior.
Imprescindible haber leído antes el primero.
Al torcer una esquina, pasó por delante de la prestigiosa Casa Chevalier, y, sin apenas darse cuenta, fue reduciendo el paso hasta quedarse parado frente a la entrada principal: unas grandes puertas de madera tachonada; de las cuales una de ellas quedaba entreabierta. Alzó la vista, cohibido, observando la majestuosa portada labrada toda en piedra que sobresalía de esa vetusta fachada que abarcaba aquel largo tramo de la calle, sintiéndose como un ratón a las puertas de una fortaleza maldita. Aquel edificio, antaño residencia palacio de cierto marqués célebre cuyo nombre nunca recordaba, y ahora restaurado y convertido en la Escuela de Arte y Pintura, le fascinaba e intimidaba a partes iguales. Ya casi constituía una especie de ritual; cuando pasaba por esa calle, terminaba quedándose embobado, sin apenas ser consciente. Sí, no pocas habían sido las veces en las que no se preguntara cómo sería el interior y, sobre todo, cómo sería la vida dentro, precisamente por eso, porque sus puertas casi siempre estaban selladas.
No obstante, hoy no era el caso.
A Peter el dibujo no se le daba mal, cada dos por tres andaba garabateando de forma distraída aquí y allí, en cualquier cuaderno, periódico o trozo de papel con el que sus inquietas manos se toparan. De hecho, en ocasiones incluso llegaba a convertirse en una vía de escape hacia su propio mundo interior. Y aquel sitio, tan misterioso y antiguo desde afuera, en su cabeza se lo imaginaba como la catedral del arte, allá donde cuyas paredes albergasen el ambiente más bohemio y elitista; para gente ilustrada y pedante que llegara con una buena recomendación bajo el brazo, y no para alguien como él. No, de todas todas, aquello no pegaba con él; y aun en el remoto caso de que quisiera ingresar, en su esquema mental era como si un monaguillo de parroquia pretendiera oficiar misa en la Basílica de San Pedro del Vaticano.
No, él pasaba de esas mierdas de niños de papá… (Bueno, el chico tenía talento, si no lo sabía, lo intuía. El miedo al fracaso, a no estar a la altura, era tan descomunalmente terrible que, de forma inconsciente, prefería disfrutar del paisaje a este lado de las mentiras piadosas.)
Se descubrió adelantando la cabeza, alargando el cuello como una tortuga, intentando atisbar a través del estrecho resquicio de la puerta entreabierta. Y la primera imagen se abrió a sus ojos: un doble zaguán… y una columna un poco más adelante (una de muchas, supuso)… y más allá, un trocito de patio interior…
Un agradable borboteo, susurrante y delicado, empezó a distinguirse para sus oídos. Una fuente, se dijo, pero no lograba a verla.
Dio un paso, inseguro, y miró a derecha e izquierda para comprobar que no venía nadie, sintiéndose irremediablemente ridículo, como ese ratón del cuento que, ante el solitario pedazo de queso, recela de todo preguntándose si no se tratará de un ardid.
La calle estaba desierta. Se escuchó una moto pasar un par de calles más allá… Y todo volvió a quedar en silencio.
Así que, muerto de curiosidad, dio un paso más, arriesgando cada centímetro de acera. Y, llegando a tocar su madera, a punto de meter la cara entre la abertura, de pronto, el sonido de unas voces risueñas conversando entre ellas al otro lado de la pared, acercándose por momentos, lo hicieron apartarse bruscamente de la entrada, violentado ante la posibilidad de que chocaran con éste al salir y lo vieran allí plantado como un pasmarote.
Permaneció unos cuantos segundos más clavado en el sitio, bloqueado, incapaz de mover ni un solo músculo, titubeando de manera absurda si seguir su camino calle arriba o volver por donde había venido.
Ya estaban aquí, las voces se oían tan próximas que sugerían estar a un suspiro de atravesar esa puerta.
Cruzó la calle de una carrera.
Y se quedó rígido frente al escaparate del primer establecimiento que le pilló a la mano —una tienda de lencería—, haciendo como que miraba algo. A través del cristal, vio el reflejo de un trío de muchachos aparentemente refinados saliendo del magno edificio.
¡Bah!, menudos pijoteros, pensó, viéndolos alejarse allá en la otra acera.
Se giró, dispuesto a seguir su camino, y un coche pasó a su lado como una exhalación, levantando una gran ola de un charco que lo salpicó de arriba abajo.
Permaneció en el sitio, mirándose con repugnancia los pantalones mojados.
—Me encanta. —Alzó la vista al cielo, y gritó—: ¡GRACIAS! ¡MUCHAS GRACIAS!
Y siguió caminando, rezando con toda su alma por que nadie lo hubiera visto.
Pulsó el botón correspondiente.
—¿Sí? —se oyó por el audio del porterillo.
—Abre, soy yo.
—¿Quién?
—¡Peter!
—No, se ha confundido —se oyó contener la risa a esa versión metálica de Alvin—, aquí no vive ningún Potter.
—Vale, me estoy partiendo de la risa. Ahora abre.
—¿Contraseña?
—¡Abre ya, gilipollas!
—¡Meeeeeeeek! ¡Respuesta incorrecta!
Peter se miró los zapatos, estirando la paciencia como un chicle, y, de improviso, se le perfiló una sonrisa en la mente.
—Oye, Alvin, chico-ardilla, fíjate que se me estaba viniendo a la cabeza ahora, de camino aquí… Vaya, qué cosas. ¿Recuerdas aquel trágico accidente con la tortuga de C.J.?
Al otro lado se prolongó un inesperado silencio.
—Me estaba preguntando… —continuó Peter en ese mismo tono ingenuo y despreocupado—. ¿Crees que llegó a enterarse de quién fue el que…?
No le llegó a dar tiempo de terminar la frase; el zumbido del porterillo indicó el accionamiento de apertura de la puerta.
Entró.
Arriba, en el piso…
—… bueno, al menos en los sesenta salían a las calles a manifestarse —se le oía a Carol en ese momento, arremetiendo con otro de sus debates generacionales, cuando Peter irrumpió en el salón y, volviendo a su asiento, depositó la bolsa de hielo sobre el barullo de la mesa.
—¡No me jodas! —terció C.J., al tiempo que los demás se echaban un par de cubitos en sus respectivas copas, dispuestos a servirse otra ronda de combustible—. Una pantomima. Otra tomadura de pelo.
»En fin, debió ser divertido mientras duró; los días grandes de la lucha por la causa, me refiero; pero, yo pregunto, ¿sirvió de algo?
—Hasta los feos tuvieron que disfrutar de lo lindo… “Paz y amor”, ya me entendéis —dijo Alvin desde una sonrisa obscena, pero nadie le prestó atención.
—No sirvió para una mierda —continuó C.J.—. La filosofía es cojonuda, la teoría, la idea en sí… Durante un tiempo al menos. Llevado a la práctica, el hippy cuerdo acaba en esto que ves aquí. —Hizo un gesto con la mano, recorriendo con la vista ese amplio salón lleno de extravagantes lienzos y caros tapices. Y añadió—: Aburguesamiento cultural.
—No estoy de acuerdo —rebatió Carol—, lo siento pero aquí no llevas razón. Es algo más complejo que eso.
Pasaron los minutos y las horas, sin que se dejase en ningún momento de parlotear y remarcar la catástrofe en cada cosa sacada a relucir, pero Peter hacía ya rato que no escuchaba, parecía como ido. El cuelgue empezaba a ser verdadero. Se sentía ligero, suave como una pluma. Aquella mierda era relajante, y al mismo tiempo lo hacía sentir triste, desaforadamente, sin remedio. Sentía aflorar sus lágrimas, abrasadoras, y derramarlas por dentro, lo más parecido a llorar sin llorar. Y mientras la amargura anidaba en su aletargado corazón, Janis Joplin, desde los bafles, paría su particular Summertime, desgarrando nota a nota hasta llegar a él, ayudando a sumergirlo más y más en la negrura de su abismo.
Llegado un momento de la noche, C.J. sacó la temida y a la vez tentadora bolsita transparente, y vertió el polvo blanco sobre la portada del pequeño libro que, días antes, habían estado repartiendo a las puertas del instituto: La Biblia – Nuevo Testamento. Se hicieron las reparticiones oportunas. Cinco rayas. Hasta el zombi de Jerry participó en el ritual.
—Amén —dijo después de aspirar. Un tic nervioso se apoderó de uno de sus párpados y, un par de minutos más tarde, se desplomó en el sofá, volviendo a quedarse en off.
Peter fue el último de la ronda. Cuando le pasaron el librito, colocó su improvisado rulo sobre la pasta —un billete de diez euros enrollado—, y esnifó la delgada línea de paraíso y perdición hasta muy adentro. Un rictus agrio cruzó su semblante, se apretó la nariz unos segundos con el índice y el pulgar, sintiendo el cosquilleo, y se recostó en la silla, dejando la cabeza hacia atrás.
Y continuó cayendo a las profundidades.
Esta vez el descenso al vacío fue más rápido. Cuesta abajo y sin frenos.
—¡Hey! —decía la voz—. Tío, ¿estás bien?
Peter abrió y cerró los párpados despacio, una y otra vez, como si le pesaran una tonelada, haciendo un titánico esfuerzo por espabilarse.
—¿Estás mal o qué? —volvió a decir la voz. Peter se incorporó un poco en la silla, aclarándose la garganta, con el rostro pálido y perlas de sudor brotando de su frente. Era C.J. quien le hablaba—. No tienes buena cara.
—Sí, tío —se escuchó a Alvin—, blanco como un fantasma.
—Estoy bien… estoy bien —consiguió por fin pronunciar Peter, con la sensación de haber tragado unas cucharadas de arena, mientras se ponía en pie. Se tambaleó un poco, con la nítida certeza de que caería redondo al suelo, y luchó por mantener el equilibrio—. Ahora vengo.
—Sí. Ve y refréscate la cara —le aconsejó Carol desde una voz poco despierta.
Salió del salón, y atravesó un largo pasillo, con las paredes bailando suavemente ante sus irritados ojos, dejando a su espalda el opresivo ambiente y la agónica música, el humo y las amortiguadas voces de sus amigos que, de nuevo, desatados e incorregibles, volvían a la carga con su impúdico desvarío continuo. Pasó junto a un mueble lleno de cajones y estanterías, donde pulcras fotos familiares asomaban desde portaretratos de diversos tamaños, y, en su embotamiento, a punto estuvo de tirar uno de éstos al suelo. Agarró el marco en el último segundo, y lo volvió a poner en su sitio. Un señor y una señora Barker, unos años más jóvenes, rodeando con sus brazos a un infante C.J., lo miraron a través del brillo de la fotografía desde una mueca congelada en el tiempo: radiantes y artificiales sonrisas de matrimonio feliz de clase alta.
—Qué asco de vida.
Siguió su camino, sintiendo con gran desconsuelo la imparable marea etílica que empezaba a trepar por su esófago como el magma de un volcán.
Llegó al cuarto de baño, acelerado, entornó la puerta de un puntapié, y se dobló sobre el váter. Y vomitó repetidas veces, una tras otra, impregnando su paladar y sus fosas nasales de nauseabunda acidez. Luego esperó unos minutos, agotado, con los acuosos ojos fijos en el amarillento charco, las piernas temblorosas, el estómago vacío y ese regusto agrio en la boca, donde partículas de saliva se aglutinaban en su labio inferior hasta formar un largo hilillo que nunca terminaba de caer.
Se encaró al espejo, y, abriendo el grifo, se agachó en el lavabo hasta empapar su cabeza bajo el chorro de agua fría. Se echó agua en la cara, y sintió cierto alivio pasajero… Unos segundos, tal vez.
Después de cerrar el grifo, se reunió con su reflejo en el espejo, lanzándose una primera mirada desafiante y, seguidamente, otra compasiva.
El mareo acudió otra vez a él.
Y las nauseas.
¡Mierda!, no, no, no…
Se lanzó de nuevo contra la taza del váter, e hizo el terrible amago de vomitar. Exhausto, acabó de rodillas, teniendo la impresión de que los globos oculares —inyectados en sangre— se le salían de las cuencas a cada arcada que le sobrevenía. Pese a estar ardiendo de pies a cabeza, intentó serenarse, y para ello intentó llevar a cabo un ejercicio de concentración; centró la vista en un punto concreto: un azulejo de la pared; uno con una grieta. Lo estuvo mirando durante un buen rato, inspirando y espirando profundamente, hasta que las cosas parecieron apaciguarse un poco en su cabeza y el mundo dejó de dar vueltas.
Y entonces… ocurrió algo curioso; porque al girar la mirada hacia la derecha, todo su campo de visión giró con él salvo el azulejo de la grieta, que seguía consigo, sin querer abandonarlo, allá donde posase la vista.
Al final el azulejo volvió a su lugar de origen, pero con bastante retardo. Lo cual sólo ponía algo de manifiesto: la curda era de proporciones bíblicas.
Un dolor intenso empezó a mortificarle en la boca del estómago. Y las primeras convulsiones no se hicieron esperar, haciendo que se contrajera una y otra vez en un esfuerzo insufrible. Cuando se quedó sin más bilis que expulsar —ardiente a más no poder—, empezó a vomitar sangre.
Se desplomó en el suelo, sin fuerzas, abrazado a la fría taza de loza, preso de un angustioso ataque de ansiedad. Y, entre espasmos, un sombrío pensamiento cruzó su mente: ¿Y si me diera un…? Nadie se enteraría... No hasta horas más tarde.
La tristeza más insondable, esa única compañera capaz de ser honesta, se acurrucó a su lado en aquella misma pose miserable, acompañándolo en esos últimos segundos de lucidez, y lo guió hasta su siguiente reflexión.
En cualquier caso, qué más da, se dijo. Estaría mejor muerto.
Un sopor asfixiante, envolvente, lo acunó entre sus gélidos brazos… Una penetrante punzada en alguna parte… Una sensación de ahogo…
Más tarde los párpados se cerraron, y la conciencia se desvaneció de un soplo con el advenimiento de esa tempestad de oscuridad.
Y, por fin… su corazón dejó de latir.
Peter abrió los ojos.
Pestañeó un par de veces hasta conseguir cierta nitidez, achinando los ojos ante la claridad del día. Arriba, un sol blanco arañaba la red de nubes rosadas, filtrando unos cuantos rayos dorados a través de ésta.
Desde su lecho de hierbas, inspiró el aire, limpio como ninguno, y un soplo de brisa suave le revolvió el pelo. Con la vista en aquel cielo, vio a un pájaro sobrevolar por encima de su cabeza.
Se incorporó hasta quedar sentado, todavía adormecido. Y lo que vio le produjo tal impresión que despertó de golpe.
Una vasta llanura se abría ante sus ojos en todas direcciones. Más allá, en la distancia, colinas verdes despuntaban en el horizonte. Por unos momentos, aquella inmensidad de espacios tan abiertos lo hizo sentirse insignificante. Y al girar la cara, a su espalda…
Un tablero cuadrado de madera de roble, de unos setenta por setenta centímetros, aparecía en el suelo, lleno de tallas extrañas y una especie de jeroglíficos imposibles. Sobre el mismo, un amasijo de fichas de madera lacadas en verde, bocabajo, se concentraba en el centro. Y, lo más desconcertante: tres chicos sentados alrededor de éste, a cada cual más extraño. Uno a cada lado del tablero.
El lado orientado hacia él era el que quedaba vacío, y el trío de caras lo miraba fijamente, sin ningún tipo de pudor, dando la chocante impresión de que esperasen a que terminara de decidirse para ocupar el espacio que le correspondía en el tablero.
—¿Qué lugar es éste?
Los tres muchachos se cruzaron miradas reservadas, sin responder.
Los tres tenían edades comprendidas entre los catorce y los dieciséis años. En eso se parecían a él. Salvo este detalle, todo eran diferencias, incluso entre ellos mismos. Por ejemplo, el chico sentado al lado derecho; su indumentaria y estilo parecían pasados de época: chupa de cuero marrón, más gastada y andrajosa que la de Indiana Jones, frondosas patillas y pelo negro engominado hacia atrás. Y la expresión de su rostro representaba el miedo hecho carne y huesos.
Peter tragó saliva.
El chico de enfrente, en la parte contraria del tablero, era rubio, de rasgos bellos y aterciopelados, de vestimenta también poco apropiada, parecida estar sacada de otro tiempo lejano, y su cara… Bueno, su cara era la de alguien que ha visto el más allá y ya no ha vuelto a ser el mismo. Sus ojos, idos, perdidos en la desesperanza y la melancolía, los de esa persona que ha alcanzado tal comprensión de las cosas que considera que nada tiene ya sentido.
Y por último, Peter se fijó en el chico de su izquierda. Su pelo, teñido de color púrpura, tenía un corte futurista: el flequillo largo, caído hacia un lado, y rapado por detrás. Una diminuta cruz negra tatuada en el cuello. Su atuendo, psicodelia pura. Y sus facciones estaban continuamente en tensión, las mandíbulas apretadas y la mirada firme, en guerra contra el mundo.
Pese a ello, los tres compartían un mismo rasgo: el miedo. Se respiraba en el ambiente. Sólo que quien peor lo disimulaba o, directamente, no tenía reparos en ocultarlo, era el muchacho moreno de la derecha.
—¿Dónde estoy? —volvió a preguntar Peter.
Tras un largo silencio, el chico rubio de enfrente, el de la esperanza marchita, levantó la mirada del tablero. Clavó sus ojos vacíos en los de éste y abrió la boca.
—No preguntes y limítate a jugar como hacen todos.
Peter permaneció callado, asimilando tales palabras, intentando descifrar la verdad oculta en ellas, sin comprender nada.
—¿Estoy muerto?
Un halcón chilló en las alturas. Y el chico de su derecha, pálido, dio un respingo.
—Lo estarás si no empiezas a usar la cabeza —se pronunció el chico de la cruz de su izquierda—. Dime, ¿de cuándo eres?
—¿Cómo?
—Que de qué cuándo eres.
Peter se frotó la nuca con la mano, inquieto.
—Sigo sin entenderte.
—Tu cuándo… ¿De qué presente vienes?
—Déjame en paz —terminó Peter, nervioso—. Decidme, ¿cómo salgo de aquí?
—No puedes —intervino tajante el chico rubio de enfrente—. Fin de la historia.
Peter se puso de pie, y oteó en todas direcciones llevándose las manos a la frente a modo de visera, en busca de algún rastro de camino, sendero o vestigio de accidente geográfico producido por la mano del hombre.
Nada.
—¡Siéntate! —ordenó el chico-púrpura del futuro con voz autoritaria.
Peter, algo intimidado, acabó sentándose, ocupando el lugar que le correspondía en el tablero.
—Bien. Ahora juega —sentenció—. Es la única salida.
Entre los dos chicos —pues el de su derecha continuaba mudo, presa del miedo más terrible—, empezaron a explicarle las reglas del juego.
A simple vista, parecía una versión simplificada del clásico mahjong chino, pero sólo aparentemente. Salvando algunos detalles secundarios, la forma resumida del juego venía a decir lo siguiente: había que hacerse con fichas de igual símbolo hasta conseguir la puntuación deseada. Para ello, se levantaron algunas fichas para que Peter, aún desorientado, se familiarizara con los símbolos e identificara sus correspondientes valores. Según le explicaron, existían nueve palos o familias; nombres como «Nu», «Gang», «Nashi» o «Kempa» desfilaron ante sus oídos con total naturalidad, y Peter, resignado, hizo un rápido ejercicio de retentiva para no caer más adelante en preguntas que pudieran entorpecer el desarrollo del juego. Lo importante era hacerse con un palo completo, para ello uno debía ir descartando fichas para así conseguir las de la simbología deseada. Y cada palo tenía un número de fichas. Cuando uno se hacía con toda la serie de ese palo, gritaba «Vida», y todo el mundo estaba obligado a enseñar sus fichas, dando por finalizado el juego. Por poner un ejemplo, un palo constaba de nueve Nu, mientras que otro de tan sólo cuatro Nashi; ¿qué quería decir esto? Que cada palo tenía el mismo valor en puntos, sin embargo, unos, al componerse de menos fichas, éstas, por separado, eran más valiosas y, obviamente, más difíciles de conseguir que las de otro palo de mayor número de fichas.
Parecía sencillo, y ciertamente lo era, pero como uno podía cambiar de opinión y en un momento dado optar por cualquier otro palo más ventajoso, según la dirección en la que los vientos del azar soplaran, las partidas podían durar horas.
Acabada la explicación, se dispusieron a jugar.
Las fichas se volvieron a poner bocabajo, y se entremezclaron unas con otras al ser removidas de forma concienzuda por hábiles manos. Luego, cada uno, de forma aleatoria, se hizo con trece fichas, se las arrastró hacia sí hasta formar una hilera, y las puso de pie, levantando una muralla para que el resto no las viera.
Peter observó las suyas, inseguro, intrigado ante la expectación reinante. Algunos de aquellos símbolos parecían las formas de bestias salvajes; desde luego, no bestias reconocibles de este mundo.
Pasaron los segundos sin que nada se dijese.
—Y bien, ¿quién sale? —preguntó Peter.
Todos se volvieron hacia él.
—El último en llegar —contestó el chico de la cruz tatuada en el cuello, a su izquierda—. Siempre.
—Ok. —Miró sus fichas una vez más, intentando decidirse por una. Pero antes de decantarse, los miró uno a uno—. Por cierto, ¿y vuestros nombres son?... Yo soy P…
—Déjalo. No merece la pena —lo silenció el chico de facciones angelicales de enfrente en un tono sombrío y distante—. Si sobrevives a tu primera partida, entonces entraremos en las presentaciones.
Peter sintió un escalofrío, y aquello lo transportó a un recuerdo lejano pero poderoso; tenía siete años y sostenía un cachorro de gato, se lo había encontrado detrás de su casa, en su antiguo barrio. Tras convencer a su madre para quedárselo, el padre le había hecho ver que tenía una enfermedad degenerativa. «No te molestes en buscarle nombre, no llegará a la próxima semana», fueron las palabras de éste, indiferente, dejando al crío a solas con el animal entre sus brazos, que lo miraba desde unos expresivos y brillantes ojos verdes. El nuevo miembro de la casa no sólo llegó a la siguiente semana, sino que pareció crecer saludable por día que pasaba. Y, sin embargo, antes de que acabara el mes, su cuerpo nutría las adelfas del huerto trasero. Sobre su lecho natural, una triste cruz hecha con dos tablitas de madera señalaba su lugar en la tierra. Y su madera era lisa…
Sin nombre.
Peter alargó la mano para coger su ficha de salida.
—¿Estamos todos preparados? —dijo el chico del pelo púrpura, y Peter se quedó por unos segundos congelado, viendo cómo los demás asentían con la cabeza. Luego le lanzó a Peter una mirada rotunda—. Bien, cuando quieras.
Peter tomó una de las fichas, sacándola de su muralla, sintiendo con nerviosismo cómo el miedo de los muchachos se expandía, se contagiaba. Al chico de su derecha empezaban a temblarle las manos, semiocultas bajo el regazo.
La primera ficha se colocó en el centro del tablero.
Peter contuvo el aliento, al igual que el resto, pero no pasó nada.
Sólo silencio.
Transcurrió el primer minuto… El segundo… El tercero…
Y de pronto el viento trajo un lejano murmullo. La tierra entera comenzó a transportar un leve temblor. Suave al principio, pero que poco a poco empezó a ir en aumento. Los cuatro podían sentirlo desde dentro, desde sus pechos, que en ese momento se expandían y contraían acelerados, como si el mayor contingente de tropas reunidas por el hombre se acercara en la distancia.
Peter volvió a tragar saliva, mirando en todas direcciones.
Al chico de su derecha, mudo hasta el momento, se le escuchó hablar por vez primera desde una voz estrangulada:
—Ya están aquí.
Peter lo miró con el pánico inyectado en los ojos.
—¿Quiénes?
Los jugadores más pesimistas volvieron a guardar silencio.
Imprescindible haber leído antes el primero.
Al torcer una esquina, pasó por delante de la prestigiosa Casa Chevalier, y, sin apenas darse cuenta, fue reduciendo el paso hasta quedarse parado frente a la entrada principal: unas grandes puertas de madera tachonada; de las cuales una de ellas quedaba entreabierta. Alzó la vista, cohibido, observando la majestuosa portada labrada toda en piedra que sobresalía de esa vetusta fachada que abarcaba aquel largo tramo de la calle, sintiéndose como un ratón a las puertas de una fortaleza maldita. Aquel edificio, antaño residencia palacio de cierto marqués célebre cuyo nombre nunca recordaba, y ahora restaurado y convertido en la Escuela de Arte y Pintura, le fascinaba e intimidaba a partes iguales. Ya casi constituía una especie de ritual; cuando pasaba por esa calle, terminaba quedándose embobado, sin apenas ser consciente. Sí, no pocas habían sido las veces en las que no se preguntara cómo sería el interior y, sobre todo, cómo sería la vida dentro, precisamente por eso, porque sus puertas casi siempre estaban selladas.
No obstante, hoy no era el caso.
A Peter el dibujo no se le daba mal, cada dos por tres andaba garabateando de forma distraída aquí y allí, en cualquier cuaderno, periódico o trozo de papel con el que sus inquietas manos se toparan. De hecho, en ocasiones incluso llegaba a convertirse en una vía de escape hacia su propio mundo interior. Y aquel sitio, tan misterioso y antiguo desde afuera, en su cabeza se lo imaginaba como la catedral del arte, allá donde cuyas paredes albergasen el ambiente más bohemio y elitista; para gente ilustrada y pedante que llegara con una buena recomendación bajo el brazo, y no para alguien como él. No, de todas todas, aquello no pegaba con él; y aun en el remoto caso de que quisiera ingresar, en su esquema mental era como si un monaguillo de parroquia pretendiera oficiar misa en la Basílica de San Pedro del Vaticano.
No, él pasaba de esas mierdas de niños de papá… (Bueno, el chico tenía talento, si no lo sabía, lo intuía. El miedo al fracaso, a no estar a la altura, era tan descomunalmente terrible que, de forma inconsciente, prefería disfrutar del paisaje a este lado de las mentiras piadosas.)
Se descubrió adelantando la cabeza, alargando el cuello como una tortuga, intentando atisbar a través del estrecho resquicio de la puerta entreabierta. Y la primera imagen se abrió a sus ojos: un doble zaguán… y una columna un poco más adelante (una de muchas, supuso)… y más allá, un trocito de patio interior…
Un agradable borboteo, susurrante y delicado, empezó a distinguirse para sus oídos. Una fuente, se dijo, pero no lograba a verla.
Dio un paso, inseguro, y miró a derecha e izquierda para comprobar que no venía nadie, sintiéndose irremediablemente ridículo, como ese ratón del cuento que, ante el solitario pedazo de queso, recela de todo preguntándose si no se tratará de un ardid.
La calle estaba desierta. Se escuchó una moto pasar un par de calles más allá… Y todo volvió a quedar en silencio.
Así que, muerto de curiosidad, dio un paso más, arriesgando cada centímetro de acera. Y, llegando a tocar su madera, a punto de meter la cara entre la abertura, de pronto, el sonido de unas voces risueñas conversando entre ellas al otro lado de la pared, acercándose por momentos, lo hicieron apartarse bruscamente de la entrada, violentado ante la posibilidad de que chocaran con éste al salir y lo vieran allí plantado como un pasmarote.
Permaneció unos cuantos segundos más clavado en el sitio, bloqueado, incapaz de mover ni un solo músculo, titubeando de manera absurda si seguir su camino calle arriba o volver por donde había venido.
Ya estaban aquí, las voces se oían tan próximas que sugerían estar a un suspiro de atravesar esa puerta.
Cruzó la calle de una carrera.
Y se quedó rígido frente al escaparate del primer establecimiento que le pilló a la mano —una tienda de lencería—, haciendo como que miraba algo. A través del cristal, vio el reflejo de un trío de muchachos aparentemente refinados saliendo del magno edificio.
¡Bah!, menudos pijoteros, pensó, viéndolos alejarse allá en la otra acera.
Se giró, dispuesto a seguir su camino, y un coche pasó a su lado como una exhalación, levantando una gran ola de un charco que lo salpicó de arriba abajo.
Permaneció en el sitio, mirándose con repugnancia los pantalones mojados.
—Me encanta. —Alzó la vista al cielo, y gritó—: ¡GRACIAS! ¡MUCHAS GRACIAS!
Y siguió caminando, rezando con toda su alma por que nadie lo hubiera visto.
Pulsó el botón correspondiente.
—¿Sí? —se oyó por el audio del porterillo.
—Abre, soy yo.
—¿Quién?
—¡Peter!
—No, se ha confundido —se oyó contener la risa a esa versión metálica de Alvin—, aquí no vive ningún Potter.
—Vale, me estoy partiendo de la risa. Ahora abre.
—¿Contraseña?
—¡Abre ya, gilipollas!
—¡Meeeeeeeek! ¡Respuesta incorrecta!
Peter se miró los zapatos, estirando la paciencia como un chicle, y, de improviso, se le perfiló una sonrisa en la mente.
—Oye, Alvin, chico-ardilla, fíjate que se me estaba viniendo a la cabeza ahora, de camino aquí… Vaya, qué cosas. ¿Recuerdas aquel trágico accidente con la tortuga de C.J.?
Al otro lado se prolongó un inesperado silencio.
—Me estaba preguntando… —continuó Peter en ese mismo tono ingenuo y despreocupado—. ¿Crees que llegó a enterarse de quién fue el que…?
No le llegó a dar tiempo de terminar la frase; el zumbido del porterillo indicó el accionamiento de apertura de la puerta.
Entró.
Arriba, en el piso…
—… bueno, al menos en los sesenta salían a las calles a manifestarse —se le oía a Carol en ese momento, arremetiendo con otro de sus debates generacionales, cuando Peter irrumpió en el salón y, volviendo a su asiento, depositó la bolsa de hielo sobre el barullo de la mesa.
—¡No me jodas! —terció C.J., al tiempo que los demás se echaban un par de cubitos en sus respectivas copas, dispuestos a servirse otra ronda de combustible—. Una pantomima. Otra tomadura de pelo.
»En fin, debió ser divertido mientras duró; los días grandes de la lucha por la causa, me refiero; pero, yo pregunto, ¿sirvió de algo?
—Hasta los feos tuvieron que disfrutar de lo lindo… “Paz y amor”, ya me entendéis —dijo Alvin desde una sonrisa obscena, pero nadie le prestó atención.
—No sirvió para una mierda —continuó C.J.—. La filosofía es cojonuda, la teoría, la idea en sí… Durante un tiempo al menos. Llevado a la práctica, el hippy cuerdo acaba en esto que ves aquí. —Hizo un gesto con la mano, recorriendo con la vista ese amplio salón lleno de extravagantes lienzos y caros tapices. Y añadió—: Aburguesamiento cultural.
—No estoy de acuerdo —rebatió Carol—, lo siento pero aquí no llevas razón. Es algo más complejo que eso.
Pasaron los minutos y las horas, sin que se dejase en ningún momento de parlotear y remarcar la catástrofe en cada cosa sacada a relucir, pero Peter hacía ya rato que no escuchaba, parecía como ido. El cuelgue empezaba a ser verdadero. Se sentía ligero, suave como una pluma. Aquella mierda era relajante, y al mismo tiempo lo hacía sentir triste, desaforadamente, sin remedio. Sentía aflorar sus lágrimas, abrasadoras, y derramarlas por dentro, lo más parecido a llorar sin llorar. Y mientras la amargura anidaba en su aletargado corazón, Janis Joplin, desde los bafles, paría su particular Summertime, desgarrando nota a nota hasta llegar a él, ayudando a sumergirlo más y más en la negrura de su abismo.
Llegado un momento de la noche, C.J. sacó la temida y a la vez tentadora bolsita transparente, y vertió el polvo blanco sobre la portada del pequeño libro que, días antes, habían estado repartiendo a las puertas del instituto: La Biblia – Nuevo Testamento. Se hicieron las reparticiones oportunas. Cinco rayas. Hasta el zombi de Jerry participó en el ritual.
—Amén —dijo después de aspirar. Un tic nervioso se apoderó de uno de sus párpados y, un par de minutos más tarde, se desplomó en el sofá, volviendo a quedarse en off.
Peter fue el último de la ronda. Cuando le pasaron el librito, colocó su improvisado rulo sobre la pasta —un billete de diez euros enrollado—, y esnifó la delgada línea de paraíso y perdición hasta muy adentro. Un rictus agrio cruzó su semblante, se apretó la nariz unos segundos con el índice y el pulgar, sintiendo el cosquilleo, y se recostó en la silla, dejando la cabeza hacia atrás.
Y continuó cayendo a las profundidades.
Esta vez el descenso al vacío fue más rápido. Cuesta abajo y sin frenos.
—¡Hey! —decía la voz—. Tío, ¿estás bien?
Peter abrió y cerró los párpados despacio, una y otra vez, como si le pesaran una tonelada, haciendo un titánico esfuerzo por espabilarse.
—¿Estás mal o qué? —volvió a decir la voz. Peter se incorporó un poco en la silla, aclarándose la garganta, con el rostro pálido y perlas de sudor brotando de su frente. Era C.J. quien le hablaba—. No tienes buena cara.
—Sí, tío —se escuchó a Alvin—, blanco como un fantasma.
—Estoy bien… estoy bien —consiguió por fin pronunciar Peter, con la sensación de haber tragado unas cucharadas de arena, mientras se ponía en pie. Se tambaleó un poco, con la nítida certeza de que caería redondo al suelo, y luchó por mantener el equilibrio—. Ahora vengo.
—Sí. Ve y refréscate la cara —le aconsejó Carol desde una voz poco despierta.
Salió del salón, y atravesó un largo pasillo, con las paredes bailando suavemente ante sus irritados ojos, dejando a su espalda el opresivo ambiente y la agónica música, el humo y las amortiguadas voces de sus amigos que, de nuevo, desatados e incorregibles, volvían a la carga con su impúdico desvarío continuo. Pasó junto a un mueble lleno de cajones y estanterías, donde pulcras fotos familiares asomaban desde portaretratos de diversos tamaños, y, en su embotamiento, a punto estuvo de tirar uno de éstos al suelo. Agarró el marco en el último segundo, y lo volvió a poner en su sitio. Un señor y una señora Barker, unos años más jóvenes, rodeando con sus brazos a un infante C.J., lo miraron a través del brillo de la fotografía desde una mueca congelada en el tiempo: radiantes y artificiales sonrisas de matrimonio feliz de clase alta.
—Qué asco de vida.
Siguió su camino, sintiendo con gran desconsuelo la imparable marea etílica que empezaba a trepar por su esófago como el magma de un volcán.
Llegó al cuarto de baño, acelerado, entornó la puerta de un puntapié, y se dobló sobre el váter. Y vomitó repetidas veces, una tras otra, impregnando su paladar y sus fosas nasales de nauseabunda acidez. Luego esperó unos minutos, agotado, con los acuosos ojos fijos en el amarillento charco, las piernas temblorosas, el estómago vacío y ese regusto agrio en la boca, donde partículas de saliva se aglutinaban en su labio inferior hasta formar un largo hilillo que nunca terminaba de caer.
Se encaró al espejo, y, abriendo el grifo, se agachó en el lavabo hasta empapar su cabeza bajo el chorro de agua fría. Se echó agua en la cara, y sintió cierto alivio pasajero… Unos segundos, tal vez.
Después de cerrar el grifo, se reunió con su reflejo en el espejo, lanzándose una primera mirada desafiante y, seguidamente, otra compasiva.
El mareo acudió otra vez a él.
Y las nauseas.
¡Mierda!, no, no, no…
Se lanzó de nuevo contra la taza del váter, e hizo el terrible amago de vomitar. Exhausto, acabó de rodillas, teniendo la impresión de que los globos oculares —inyectados en sangre— se le salían de las cuencas a cada arcada que le sobrevenía. Pese a estar ardiendo de pies a cabeza, intentó serenarse, y para ello intentó llevar a cabo un ejercicio de concentración; centró la vista en un punto concreto: un azulejo de la pared; uno con una grieta. Lo estuvo mirando durante un buen rato, inspirando y espirando profundamente, hasta que las cosas parecieron apaciguarse un poco en su cabeza y el mundo dejó de dar vueltas.
Y entonces… ocurrió algo curioso; porque al girar la mirada hacia la derecha, todo su campo de visión giró con él salvo el azulejo de la grieta, que seguía consigo, sin querer abandonarlo, allá donde posase la vista.
Al final el azulejo volvió a su lugar de origen, pero con bastante retardo. Lo cual sólo ponía algo de manifiesto: la curda era de proporciones bíblicas.
Un dolor intenso empezó a mortificarle en la boca del estómago. Y las primeras convulsiones no se hicieron esperar, haciendo que se contrajera una y otra vez en un esfuerzo insufrible. Cuando se quedó sin más bilis que expulsar —ardiente a más no poder—, empezó a vomitar sangre.
Se desplomó en el suelo, sin fuerzas, abrazado a la fría taza de loza, preso de un angustioso ataque de ansiedad. Y, entre espasmos, un sombrío pensamiento cruzó su mente: ¿Y si me diera un…? Nadie se enteraría... No hasta horas más tarde.
La tristeza más insondable, esa única compañera capaz de ser honesta, se acurrucó a su lado en aquella misma pose miserable, acompañándolo en esos últimos segundos de lucidez, y lo guió hasta su siguiente reflexión.
En cualquier caso, qué más da, se dijo. Estaría mejor muerto.
Un sopor asfixiante, envolvente, lo acunó entre sus gélidos brazos… Una penetrante punzada en alguna parte… Una sensación de ahogo…
Más tarde los párpados se cerraron, y la conciencia se desvaneció de un soplo con el advenimiento de esa tempestad de oscuridad.
Y, por fin… su corazón dejó de latir.
3
Peter abrió los ojos.
Pestañeó un par de veces hasta conseguir cierta nitidez, achinando los ojos ante la claridad del día. Arriba, un sol blanco arañaba la red de nubes rosadas, filtrando unos cuantos rayos dorados a través de ésta.
Desde su lecho de hierbas, inspiró el aire, limpio como ninguno, y un soplo de brisa suave le revolvió el pelo. Con la vista en aquel cielo, vio a un pájaro sobrevolar por encima de su cabeza.
Se incorporó hasta quedar sentado, todavía adormecido. Y lo que vio le produjo tal impresión que despertó de golpe.
Una vasta llanura se abría ante sus ojos en todas direcciones. Más allá, en la distancia, colinas verdes despuntaban en el horizonte. Por unos momentos, aquella inmensidad de espacios tan abiertos lo hizo sentirse insignificante. Y al girar la cara, a su espalda…
Un tablero cuadrado de madera de roble, de unos setenta por setenta centímetros, aparecía en el suelo, lleno de tallas extrañas y una especie de jeroglíficos imposibles. Sobre el mismo, un amasijo de fichas de madera lacadas en verde, bocabajo, se concentraba en el centro. Y, lo más desconcertante: tres chicos sentados alrededor de éste, a cada cual más extraño. Uno a cada lado del tablero.
El lado orientado hacia él era el que quedaba vacío, y el trío de caras lo miraba fijamente, sin ningún tipo de pudor, dando la chocante impresión de que esperasen a que terminara de decidirse para ocupar el espacio que le correspondía en el tablero.
—¿Qué lugar es éste?
Los tres muchachos se cruzaron miradas reservadas, sin responder.
Los tres tenían edades comprendidas entre los catorce y los dieciséis años. En eso se parecían a él. Salvo este detalle, todo eran diferencias, incluso entre ellos mismos. Por ejemplo, el chico sentado al lado derecho; su indumentaria y estilo parecían pasados de época: chupa de cuero marrón, más gastada y andrajosa que la de Indiana Jones, frondosas patillas y pelo negro engominado hacia atrás. Y la expresión de su rostro representaba el miedo hecho carne y huesos.
Peter tragó saliva.
El chico de enfrente, en la parte contraria del tablero, era rubio, de rasgos bellos y aterciopelados, de vestimenta también poco apropiada, parecida estar sacada de otro tiempo lejano, y su cara… Bueno, su cara era la de alguien que ha visto el más allá y ya no ha vuelto a ser el mismo. Sus ojos, idos, perdidos en la desesperanza y la melancolía, los de esa persona que ha alcanzado tal comprensión de las cosas que considera que nada tiene ya sentido.
Y por último, Peter se fijó en el chico de su izquierda. Su pelo, teñido de color púrpura, tenía un corte futurista: el flequillo largo, caído hacia un lado, y rapado por detrás. Una diminuta cruz negra tatuada en el cuello. Su atuendo, psicodelia pura. Y sus facciones estaban continuamente en tensión, las mandíbulas apretadas y la mirada firme, en guerra contra el mundo.
Pese a ello, los tres compartían un mismo rasgo: el miedo. Se respiraba en el ambiente. Sólo que quien peor lo disimulaba o, directamente, no tenía reparos en ocultarlo, era el muchacho moreno de la derecha.
—¿Dónde estoy? —volvió a preguntar Peter.
Tras un largo silencio, el chico rubio de enfrente, el de la esperanza marchita, levantó la mirada del tablero. Clavó sus ojos vacíos en los de éste y abrió la boca.
—No preguntes y limítate a jugar como hacen todos.
Peter permaneció callado, asimilando tales palabras, intentando descifrar la verdad oculta en ellas, sin comprender nada.
—¿Estoy muerto?
Un halcón chilló en las alturas. Y el chico de su derecha, pálido, dio un respingo.
—Lo estarás si no empiezas a usar la cabeza —se pronunció el chico de la cruz de su izquierda—. Dime, ¿de cuándo eres?
—¿Cómo?
—Que de qué cuándo eres.
Peter se frotó la nuca con la mano, inquieto.
—Sigo sin entenderte.
—Tu cuándo… ¿De qué presente vienes?
—Déjame en paz —terminó Peter, nervioso—. Decidme, ¿cómo salgo de aquí?
—No puedes —intervino tajante el chico rubio de enfrente—. Fin de la historia.
Peter se puso de pie, y oteó en todas direcciones llevándose las manos a la frente a modo de visera, en busca de algún rastro de camino, sendero o vestigio de accidente geográfico producido por la mano del hombre.
Nada.
—¡Siéntate! —ordenó el chico-púrpura del futuro con voz autoritaria.
Peter, algo intimidado, acabó sentándose, ocupando el lugar que le correspondía en el tablero.
—Bien. Ahora juega —sentenció—. Es la única salida.
Entre los dos chicos —pues el de su derecha continuaba mudo, presa del miedo más terrible—, empezaron a explicarle las reglas del juego.
A simple vista, parecía una versión simplificada del clásico mahjong chino, pero sólo aparentemente. Salvando algunos detalles secundarios, la forma resumida del juego venía a decir lo siguiente: había que hacerse con fichas de igual símbolo hasta conseguir la puntuación deseada. Para ello, se levantaron algunas fichas para que Peter, aún desorientado, se familiarizara con los símbolos e identificara sus correspondientes valores. Según le explicaron, existían nueve palos o familias; nombres como «Nu», «Gang», «Nashi» o «Kempa» desfilaron ante sus oídos con total naturalidad, y Peter, resignado, hizo un rápido ejercicio de retentiva para no caer más adelante en preguntas que pudieran entorpecer el desarrollo del juego. Lo importante era hacerse con un palo completo, para ello uno debía ir descartando fichas para así conseguir las de la simbología deseada. Y cada palo tenía un número de fichas. Cuando uno se hacía con toda la serie de ese palo, gritaba «Vida», y todo el mundo estaba obligado a enseñar sus fichas, dando por finalizado el juego. Por poner un ejemplo, un palo constaba de nueve Nu, mientras que otro de tan sólo cuatro Nashi; ¿qué quería decir esto? Que cada palo tenía el mismo valor en puntos, sin embargo, unos, al componerse de menos fichas, éstas, por separado, eran más valiosas y, obviamente, más difíciles de conseguir que las de otro palo de mayor número de fichas.
Parecía sencillo, y ciertamente lo era, pero como uno podía cambiar de opinión y en un momento dado optar por cualquier otro palo más ventajoso, según la dirección en la que los vientos del azar soplaran, las partidas podían durar horas.
Acabada la explicación, se dispusieron a jugar.
Las fichas se volvieron a poner bocabajo, y se entremezclaron unas con otras al ser removidas de forma concienzuda por hábiles manos. Luego, cada uno, de forma aleatoria, se hizo con trece fichas, se las arrastró hacia sí hasta formar una hilera, y las puso de pie, levantando una muralla para que el resto no las viera.
Peter observó las suyas, inseguro, intrigado ante la expectación reinante. Algunos de aquellos símbolos parecían las formas de bestias salvajes; desde luego, no bestias reconocibles de este mundo.
Pasaron los segundos sin que nada se dijese.
—Y bien, ¿quién sale? —preguntó Peter.
Todos se volvieron hacia él.
—El último en llegar —contestó el chico de la cruz tatuada en el cuello, a su izquierda—. Siempre.
—Ok. —Miró sus fichas una vez más, intentando decidirse por una. Pero antes de decantarse, los miró uno a uno—. Por cierto, ¿y vuestros nombres son?... Yo soy P…
—Déjalo. No merece la pena —lo silenció el chico de facciones angelicales de enfrente en un tono sombrío y distante—. Si sobrevives a tu primera partida, entonces entraremos en las presentaciones.
Peter sintió un escalofrío, y aquello lo transportó a un recuerdo lejano pero poderoso; tenía siete años y sostenía un cachorro de gato, se lo había encontrado detrás de su casa, en su antiguo barrio. Tras convencer a su madre para quedárselo, el padre le había hecho ver que tenía una enfermedad degenerativa. «No te molestes en buscarle nombre, no llegará a la próxima semana», fueron las palabras de éste, indiferente, dejando al crío a solas con el animal entre sus brazos, que lo miraba desde unos expresivos y brillantes ojos verdes. El nuevo miembro de la casa no sólo llegó a la siguiente semana, sino que pareció crecer saludable por día que pasaba. Y, sin embargo, antes de que acabara el mes, su cuerpo nutría las adelfas del huerto trasero. Sobre su lecho natural, una triste cruz hecha con dos tablitas de madera señalaba su lugar en la tierra. Y su madera era lisa…
Sin nombre.
Peter alargó la mano para coger su ficha de salida.
—¿Estamos todos preparados? —dijo el chico del pelo púrpura, y Peter se quedó por unos segundos congelado, viendo cómo los demás asentían con la cabeza. Luego le lanzó a Peter una mirada rotunda—. Bien, cuando quieras.
Peter tomó una de las fichas, sacándola de su muralla, sintiendo con nerviosismo cómo el miedo de los muchachos se expandía, se contagiaba. Al chico de su derecha empezaban a temblarle las manos, semiocultas bajo el regazo.
La primera ficha se colocó en el centro del tablero.
Peter contuvo el aliento, al igual que el resto, pero no pasó nada.
Sólo silencio.
Transcurrió el primer minuto… El segundo… El tercero…
Y de pronto el viento trajo un lejano murmullo. La tierra entera comenzó a transportar un leve temblor. Suave al principio, pero que poco a poco empezó a ir en aumento. Los cuatro podían sentirlo desde dentro, desde sus pechos, que en ese momento se expandían y contraían acelerados, como si el mayor contingente de tropas reunidas por el hombre se acercara en la distancia.
Peter volvió a tragar saliva, mirando en todas direcciones.
Al chico de su derecha, mudo hasta el momento, se le escuchó hablar por vez primera desde una voz estrangulada:
—Ya están aquí.
Peter lo miró con el pánico inyectado en los ojos.
—¿Quiénes?
Los jugadores más pesimistas volvieron a guardar silencio.