Colgar el relato entero hubiera sido imposible pues son muchas páginas, de modo que les dejo un fragmento de éste para que, aunque no entiendan muy bien de qué va (pues la trama no empieza a desarrollarse hasta más adelante), se distraigan con algo mío.
El jugador pesimista
1
—Así son las cosas, chicos —decía C.J., incansable—. Es cierto, para qué negarlo, somos el puto cáncer del planeta.
—Yo no. Habla por ti —replicó Carol, más por tocar las narices que por propio convencimiento o interés en el tema.
—Claro que sí. Tú, yo, y todos —insistió, recorriendo a cada uno de los allí presentes con la mirada, y continuó con su perorata, imprimiendo en la voz ese tono gris, apático y aburrido con el que solía hablar para casi todo—. Nadie hace nada. ¿Por qué? Porque se han perdido los valores, tíos. No hay más historia, estoy harto de repetirlo. Pero bueno, qué sé yo, sólo soy un puto mocoso, ¿no?
—Sí, en eso sí tienes razón —dijo Alvin, esbozando una sonrisa bobalicona.
—¿Quiénes somos nosotros para decir misa? —siguió C.J.—. Lo que quiero decir es que… No sé… No sé ya ni lo que digo. —Le pegó un generoso trago a su copa—. En fin, son ellos los adultos, ¿no?
—Se supone —apuntó Peter, entrando al trapo.
—Y, ¿qué hacen?
—Nada —dijo Carol.
—Nada ya sería algo positivo. Una forma pasiva al menos de no seguir jodiendo el ecosistema. Pero no, todo lo contrario, siguen acelerando la locomotora para que nos estrellemos antes.
—Capitalismo —murmuró Peter, al tiempo que garabateaba con lápiz la figura de un dragón sobre una servilleta.
—¡Exacto! Ni más ni menos. Consumismo puro y duro. O sea, tener más de lo que necesito. Por encima de cualquier cosa. Por encima de ti, de la gente, del mundo entero que me rodea, y, sin saberlo (o sin quererlo saber más bien), por encima de mí mismo.
—… Putas fábricas —masculló Carol, dejando escapar el humo entre sus labios—, sin parar ni un puñetero segundo de emitir esa mierda al aire.
—Fábricas, grandes empresas… No son más que un eslabón en la larga cadena de ambición y miseria —replicó Peter, buscando un encendedor en aquel caos de vasos, botellas, paquetes de tabaco, ceniceros, llaves, revistas, cómics, y envases con los restos de comida china a domicilio que habían sobrado sobre la mesa baja a la que estaban sentados alrededor, atiborrada, llena de manchas de whisky y cerveza y aderezada con migas de pan y cenizas, a juego con el desorden reinante del salón.
—Tú lo has dicho, tío —apostilló C.J.—. Es a lo que me refería. El problema radica aquí. —Se llevó el dedo índice a la sien—. Se ha ido transgiversando el mensaje. Es como si se hubiera olvidado lo que verdaderamente es importante. ¿Me pilláis?
—Sí, la gente está mal de la azotea, muchachos —dijo Jerry de improviso, hecho que no pasó desapercibido para nadie, pues rara vez aportaba algo con sentido.
Y Carol se rió con ganas.
—Mierda, tío, ¿cuándo has regresado de Jerrylandia? Nos has dado un buen susto.
—Cállate, zorra —gruñó Jerry—. Llevas media vida con el porro, te quemarías los dedos y seguirías sin darte cuenta. Si no te lo vas a pasar, dímelo y me hago yo uno.
Carol le lanzó un beso en el aire a modo de mofa, le pegó una profunda calada al pitillo, expulsó el humo, dejando otra nube estancada en la habitación, y se lo pasó a Jerry, que la miraba con aquella mirada poco espabilada que sus párpados semicerrados solían conferirle.
—Nos han vendido el puto sueño americano —se oyó de nuevo a C.J., divagando insoportablemente hasta la saciedad, reiterativo en su discurso fatalista. Bueno… era lo que solía sucederles, sin escaparse ninguno, cuando empezaban a traspasar las difusas fronteras de la sobriedad, abocando casi todos los temas de conversación a ese peligroso círculo vicioso—. ¿Quiere un coche? No, no quiero uno. Quiero lo mejor que haya, porque para eso me mato a trabajar. Y quiero la casa más grande del mundo. Y la quiero a ella, sí, a ésa que todos desean, para joder mucho y que cuide de mi imperio mientras yo ando fuera. Y dos o tres críos, ya de paso… ¡Coño!, hasta nosotros formamos parte de su colección, de su ambición de cosas.
—C.J., tío, se te va mucho la cabeza —dijo Alvin—. No dices más que chorradas.
—Nuestros padres… —continuó C.J., ignorando a Alvin, como casi siempre hacía cuando este otro hablaba—, ¿acaso le importamos? Claro que sí, de un modo superficial tal vez; en fin, quieren que les obsequiemos con buenas notas al final de curso, que no les demos problemas, que nada les altere su modo de vida y todo eso, pero… en el fondo, ¿les importa de verdad lo que hagamos o lo que pensemos? Obviamente, no.
Agarró el Jack Daniel´s, se sirvió otra copa, y llenó las del resto que estaban a la mitad, no sin derramar un poco en la mesa gracias a la torpe agilidad que el alcohol empezaba a producirle. Jerry, a su derecha en el sofá, empezaba a dar cabezadas. El humo de los cigarrillos empezaba a ser tan espeso que, pese a la gran amplitud del salón, los ojos comenzaban a picar y a enrojecerse. Desde el equipo de música, un delirante Jim Morrison envolvía el penumbroso ambiente con su lánguido tema The End. En la tele, una porno de producción alemana se reproducía, en mute (de todas formas, rara vez en estas pelis iba la imagen acorde con el doblaje), pasando desapercibida en todo momento para los chicos, como si se tratase de un lienzo más de esos que colgaban de las paredes y formase parte de la decoración.
Junto al sofá, en un mueble bajo sobre el que se apoyaba la lámpara, C.J. abrió un cajón y sacó una caja con excepcionales relieves tallados en su madera. La abrió, cogió uno de los muchos puros del interior, se lo llevó a la boca, y lo encendió, saboreándolo despacio.
—Mierda, tío —saltó Alvin, sonriente—, pero si son Montecristo.
—Sí, son caros si es lo que quieres decir.
—¿Puedo?
—Coge los que te de la gana —le contestó C.J., sacando otro y entregándoselo—. Se los manda un cliente a mi padre una vez al año. Puntual, siempre por el día en que cerraron su primer negocio gordo.
Alvin le pegó la primera calada al suyo y, tras soltar el humo, empezó a toser como un energúmeno.
—Serán todo lo caros que quieras —dijo, empezando a palidecer—, pero saben a puta mierda.
Los cinco se echaron a reír, hasta el atontado de Jerry, que, tan borracho como estaba, a duras penas podía seguir el ritmo de la conversación.
—Eso es porque no tienes costumbre, Alvin —comentó Peter—, dales de fumar a tus ardillas a ver si opinan igual.
—Eres un soplapollas, Peter, y poco ingenioso, por cierto. Tuvo su gracia las primeras veces, pero que todavía a estas alturas sigáis haciendo el chiste facilón de la puta serie esa ochentera… Sinceramente, si no tenéis nada mejor con lo que atacarme, voy a empezar a pensar que me junto con gente retrasada.
—Dame uno de los tuyos, Carol —dijo Peter como si nada, rebuscándose en los bolsillos—, no encuentro mi Marlboro.
Carol le lanzó un cigarrillo por encima de la mesa.
—Mirad, ¿veis eso? —dijo C.J., absorto en su mundo. Los demás siguieron la trayectoria de su mirada hasta dar con el objeto—. Esa payasada moderna.
En la otra punta de la estancia, en una esquina, junto a unas grandes estanterías llenas de libros, una vistosa escultura abstracta, algo a medio camino entre una ninfa del bosque y una criatura jorobaza y deforme, se alzaba desde el suelo con cierto descaro, como si no terminara de pegar del todo allá donde se pusiese.
—¿Qué pasa? —preguntó Carol sin ningún interés.
—Unos nueve mil euros. Otro ejemplo más de derroche absurdo, de extravagancia estúpida. Un obsequio más de mi padre a mi madre en un intento ridículo por salvar la farsa que tienen por matrimonio.
—Pues a mí tu padre me parece que está buenísimo —apuntó Carol.
—¿Dónde está, por cierto? —preguntó Peter, empezando a sentirse algo agobiado y cansado de aquel ambiente tan recargado, entre la música, el humo y el calor reinante, pero, sin embargo, sin poder parar de beber y fumar—. Me dijiste que tenías la casa libre toda la semana, que tu madre estaba en viaje de negocios. Pero… ¿y tu padre?
—Tranquilos, también anda de viaje, en ese sentido no os tenéis que preocupar. —Puso los labios en forma de O, y lanzó al aire un confuso anillo de humo—. Como veis, yo siempre cumplo.
—¿También por trabajo? —inquirió Carol, jugueteando con el pelo.
—Claro que no. De relax, en algún maldito sitio de las Islas Caimán, practicando su deporte favorito con la zorra de Wendy —aclaró C.J., señalando con el puro hacia la imagen que en aquel momento se veía por la tele: un hombre de gruesa perilla y uniforme militar, agarrando por sus poderosas nalgas a una corpulenta y sudorosa fémina de tez pálida a cuatro patas al tiempo que la penetraba de forma autómata.
—¿Wendy?
—Su contable.
—¡Hey! ¡Espera, yo sé quién es! —estalló Alvin de forma efusiva, y todos menos C.J. se volvieron interrogantes hacia él—. La habré visto un par de veces, estando con C.J., claro, cómo si no. Zapatos de aguja, muy elegante, pelo corto, castaño, y muy pero que muy bien dotada… Sí, cómo olvidarla. —Su mirada, distante, pareció perderse por unos segundos en la bruma del recuerdo (si hubiese sido un personaje de dibujos animados de su sonrisa atontada habría acabado brotando una chorreante baba). Luego parpadeó y se dirigió a C.J.—: Es ésa, ¿no? No puede ser otra.
—Desgraciado, ¿quién crees que le pagó ese par de tetas? —dijo este otro, indiferente.
—Joder —murmuró Peter—. ¿Lo sabe tu madre?
—¿Bromeas?... Por supuesto que sí. Ella lleva años tirándose a su agente literario.
—Vaya, menuda mierda.
—Sí, es fantástico… Bueno, voy a por hielo, aquí ya está todo derretido —dijo C.J., levantándose trabajosamente. Se encaminó a la cocina y desapareció.
—¿Habrá ido a suicidarse? —se sonrió Alvin.
—Ya cállate, subnormal —soltó Peter—, no tiene ni puta gracia.
—No, no la tiene —reconoció éste—. Pero bueno, en cierto modo, lo comprendo. Mi familia también es un asco. A veces dudo de que sepan que existo. Todas las consideraciones son siempre para la estúpida y malcriada de Megan. Este año por ejemplo, le prometieron que si sacaba el curso limpio le pagaban ese dichoso viaje a París. Y, ¿acaso lo ha sacado? No, claro que no. Las únicas materias que ha aprobado son escaquearse, golfear y esnifar coca; y, ¿dónde está ahora?... En París, como era de suponer, con las pedorras de sus amigas.
Carol se encogió de hombros, pues era hija única y ese tipo de disputas no iban con ella.
—¿De qué habláis? —balbuceó Jerry, medio recostado en el sofá, sacando la cabeza de debajo de un cojín, esforzándose sin mucho éxito por despertar del soporífero amamonamiento.
—De las mujeres —bromeó Alvin.
—Son todas unas frígidas —dijo Jerry de inmediato en un tono serio, lo que resultó aún más gracioso—. Ellas pueden prescindir del sexo si se tercia. Nosotros no. —Habló esta vez para los varones, en el mismo tono confidente y misterioso con el que un viejo maestro de shaolin le transfiriera a sus discípulos más allegados el secreto mejor guardado.
—¡Buah! Habló la voz de la experiencia —se defendió Carol.
—¿Qué?
—En fin, no pienso escuchar otra jerrylada.
—Di lo que quieras, me es inmune.
—No es por nada, cariño, pero tienes tanta experiencia con las mujeres como en aprobar exámenes.
—Sólo digo lo que todo el mundo sabe, y es que sólo os pica el asunto muy de cuando en cuando; es ahí donde entramos los tíos, tan patéticos como de costumbre, siempre dispuestos a mendigar por unas migajas de vosotras.
—No le hagáis caso. Dice eso porque la mojigata de su novia se niega a chupársela.
—En serio, no hay más verdad que esa, podéis preguntárselo a cualquiera. Hacedme caso —añadió Jerry desde unos labios rebosantes de saliva. Luego volvió a acomodarse entre los cojines y a sumergirse en el mundo de los sueños como si nada.
Salvo Carol y Jerry, todos en el grupo eran vírgenes. O, al menos, eso era lo que se sabía. También se sabía que Carol no tenía tan clara su sexualidad, o más bien se sospechaba, y que jugueteaba o se dejaba seducir por ambas caras de la moneda, pero esto era algo que nadie se atrevía a insinuar abiertamente. Era algo delicado. Allí sólo se hablaba de fatalismo sin sentimiento, filosofía barata, topicazos y lo mal que iba todo. Estaban en la edad del tedio, del estereotipo y el inconformismo intelectual. Apenas habían cumplido los quince o dieciséis y ya parecían haber vivido una existencia larga y rica, dando la constante impresión de saberlo todo, lamentándose en ocasiones como verdaderos pacientes de geriátrico cercanos a la senilidad y tocados con la amargura de los años.
—Entonces, ¿eres una frígida? —le preguntó Alvin.
—¿Eres tonto? Claro que no —dijo Carol, sabiendo de antemano que con el idiota de Alvin nunca se podía hablar en serio, pues todo era una coña constante.
—Entonces… ¿te importaría chupármela?
Peter contuvo la risa, divertido y expectante ante la reacción de uno y otro.
—Claro, ¿por qué no? —dijo Carol por lo bajo, antes de dar su golpe de gracia. Agarró unos palillos de un cuenco con restos de “arroz tres delicias”, y a continuación se los tiró a Alvin a la cabeza—. ¡Pero cómeme antes el coño con los putos palillos chinos, ¿te importa?!
Y los tres amigos se desternillaron de risa.
—Uauh, te vas superando, tía —dijo Peter—. Muy fina, finísima…
—¿De qué se ríen? —se escuchó a C.J., extrañado, apareciendo por el umbral de aquel salón neblinoso.
—Nada, gilipolleces —dijo Peter, todavía riéndose.
—Vale. Nos hemos quedado sin hielo.
—¿Y para comprobar eso has tardado media hora? —arremetió Alvin.
—Es que me estaba follando a tu madre.
—No, en serio, tío, si empiezas a tener problemas con tus neuronas para resolver acciones simples puedo prestarte a mis putas ardillas para que te ayuden.
—Gracias, pero fui al baño. Sentí la llamada de la naturaleza.
—Ahá. Interesante, sí. Ya lo creo.
—Está bien, ¿quién será el bueno que irá a la gasolinera a por hielo?
Todos empezaron a escurrir el bulto, así que se echó a suerte con el clásico juego de sacar el palito más corto.
Y le tocó a Jerry.
Como éste permanecía en su más que habitual estado zombi, se volvió a echar a suerte. Y esta vez le tocó a Peter.
Salió a la calle, se estremeció un momento por el cambio de temperatura, y echó a andar con esa forma peculiar que tenía; arrastrando los pies, las manos metidas en los bolsillos, un cigarrillo en la boca y el cordón de alguna bota desabrochado.
Todo se desmorona, pensó. El sistema entero apesta… Incluso nosotros mismos. Hasta cierto punto, se identificaba con C.J., sobre todo en estos momentos de cuelgue, cuando el alcohol y las drogas hacían que tocaras fondo y tus pensamientos se volvían oscuros y pesimistas. El cansino de C.J. tenía vocación de orador, disfrutaba del autocompadecimiento, especialista en detectar donde se gestaba la basura; cuando alguien en pleno debate lo señalaba a él como parte del problema, de la incongruencia, ésa de la que tanto despotricaba, con decir «¿Yo? Claro, y tú, y todos vosotros. Si es que nadie se escapa», parecía como si se consolara o se eximiera de culpas. Pero es que si lo pensaba, al final tenía que acabar dándole la razón, porque él era igual, y el grupo entero; hechos de esa misma pasta hipócrita, cínica y demagoga. Sin embargo, algo diferenciaba a Peter del resto; era en la base, en el trasfondo, donde más se distanciaba.
Es cierto que tenían cosas en común; los cinco venían de familias bastante acomodadas, en donde la propia palabra «familia» era un chiste de mal gusto y la relación entre cada componente era caótica, viviendo en casas en donde las broncas estaban a la orden del día, llegando a pasar largas horas recluidos en sus cuartos frente al ordenador, escapando de las desquiciantes y opresivas disputas maritales, o bien la mayor parte del día en la calle; los cinco venían de fracasos escolares y, salvo Carol, todos estaban repitiendo curso. Por eso y por unas cuantas razones más de peso, como el no sentirse reflejados con nada de su entorno, estaban más unidos. Peter en concreto, dado su carácter arisco y despechado, en constante lucha con todo, se sentía cómodo entre aquella atmósfera de lamento y decepción que siempre se respiraba en el grupo, menos incomprendido entre aquel triste hermanamiento de crítica gratuita. No obstante, bajo esa máscara de gimoteo sin pasión ninguna, como tantos jóvenes a su edad, se seguía sintiendo solo, vacío, a diferencia quizá del resto de sus pocos amigos. Incluso el ácido de C.J., tan intenso y recalcitrante en sus causas perdidas, al día siguiente mismo, con la resaca, se pondría a jugar a la Playstation, relegando con una facilidad pasmosa su hastío y su cháchara idealista al cajón del olvido. En fin, los jóvenes de ahora estaban inmunizados contra las bofetadas que la vida adulta les propinaba conforme iban madurando (a su manera), llegados a un punto, como si todo les diera igual.
De todas formas, lo que para los demás resultaba pasajero (algo comprendido dentro de los parámetros de lo normal), para Peter en cambio parecía no tener descanso. La sensibilidad de Peter rallaba a veces con la depresión más obsesiva. Una depresión negra y enfermiza que acababa dejándolo perdido y a oscuras, haciéndolo pasear por la gris sucesión de sus días sin un rumbo fijo, al igual que ese papelucho arrastrado por el viento. Y lo que resultaba más curioso de todo era que, pese a los problemas reales propios de adolescente, a simple vista no parecía tener un motivo concreto que lo hiciera sentirse así. Ni él mismo habría sido capaz de encontrar una explicación lógica. Lo único cierto era que nada lo estimulaba; eso y que, para lo joven que era, inexplicablemente, de todos los sentimientos humanos posibles, la tristeza era casi siempre su fiel compañera.
—Yo no. Habla por ti —replicó Carol, más por tocar las narices que por propio convencimiento o interés en el tema.
—Claro que sí. Tú, yo, y todos —insistió, recorriendo a cada uno de los allí presentes con la mirada, y continuó con su perorata, imprimiendo en la voz ese tono gris, apático y aburrido con el que solía hablar para casi todo—. Nadie hace nada. ¿Por qué? Porque se han perdido los valores, tíos. No hay más historia, estoy harto de repetirlo. Pero bueno, qué sé yo, sólo soy un puto mocoso, ¿no?
—Sí, en eso sí tienes razón —dijo Alvin, esbozando una sonrisa bobalicona.
—¿Quiénes somos nosotros para decir misa? —siguió C.J.—. Lo que quiero decir es que… No sé… No sé ya ni lo que digo. —Le pegó un generoso trago a su copa—. En fin, son ellos los adultos, ¿no?
—Se supone —apuntó Peter, entrando al trapo.
—Y, ¿qué hacen?
—Nada —dijo Carol.
—Nada ya sería algo positivo. Una forma pasiva al menos de no seguir jodiendo el ecosistema. Pero no, todo lo contrario, siguen acelerando la locomotora para que nos estrellemos antes.
—Capitalismo —murmuró Peter, al tiempo que garabateaba con lápiz la figura de un dragón sobre una servilleta.
—¡Exacto! Ni más ni menos. Consumismo puro y duro. O sea, tener más de lo que necesito. Por encima de cualquier cosa. Por encima de ti, de la gente, del mundo entero que me rodea, y, sin saberlo (o sin quererlo saber más bien), por encima de mí mismo.
—… Putas fábricas —masculló Carol, dejando escapar el humo entre sus labios—, sin parar ni un puñetero segundo de emitir esa mierda al aire.
—Fábricas, grandes empresas… No son más que un eslabón en la larga cadena de ambición y miseria —replicó Peter, buscando un encendedor en aquel caos de vasos, botellas, paquetes de tabaco, ceniceros, llaves, revistas, cómics, y envases con los restos de comida china a domicilio que habían sobrado sobre la mesa baja a la que estaban sentados alrededor, atiborrada, llena de manchas de whisky y cerveza y aderezada con migas de pan y cenizas, a juego con el desorden reinante del salón.
—Tú lo has dicho, tío —apostilló C.J.—. Es a lo que me refería. El problema radica aquí. —Se llevó el dedo índice a la sien—. Se ha ido transgiversando el mensaje. Es como si se hubiera olvidado lo que verdaderamente es importante. ¿Me pilláis?
—Sí, la gente está mal de la azotea, muchachos —dijo Jerry de improviso, hecho que no pasó desapercibido para nadie, pues rara vez aportaba algo con sentido.
Y Carol se rió con ganas.
—Mierda, tío, ¿cuándo has regresado de Jerrylandia? Nos has dado un buen susto.
—Cállate, zorra —gruñó Jerry—. Llevas media vida con el porro, te quemarías los dedos y seguirías sin darte cuenta. Si no te lo vas a pasar, dímelo y me hago yo uno.
Carol le lanzó un beso en el aire a modo de mofa, le pegó una profunda calada al pitillo, expulsó el humo, dejando otra nube estancada en la habitación, y se lo pasó a Jerry, que la miraba con aquella mirada poco espabilada que sus párpados semicerrados solían conferirle.
—Nos han vendido el puto sueño americano —se oyó de nuevo a C.J., divagando insoportablemente hasta la saciedad, reiterativo en su discurso fatalista. Bueno… era lo que solía sucederles, sin escaparse ninguno, cuando empezaban a traspasar las difusas fronteras de la sobriedad, abocando casi todos los temas de conversación a ese peligroso círculo vicioso—. ¿Quiere un coche? No, no quiero uno. Quiero lo mejor que haya, porque para eso me mato a trabajar. Y quiero la casa más grande del mundo. Y la quiero a ella, sí, a ésa que todos desean, para joder mucho y que cuide de mi imperio mientras yo ando fuera. Y dos o tres críos, ya de paso… ¡Coño!, hasta nosotros formamos parte de su colección, de su ambición de cosas.
—C.J., tío, se te va mucho la cabeza —dijo Alvin—. No dices más que chorradas.
—Nuestros padres… —continuó C.J., ignorando a Alvin, como casi siempre hacía cuando este otro hablaba—, ¿acaso le importamos? Claro que sí, de un modo superficial tal vez; en fin, quieren que les obsequiemos con buenas notas al final de curso, que no les demos problemas, que nada les altere su modo de vida y todo eso, pero… en el fondo, ¿les importa de verdad lo que hagamos o lo que pensemos? Obviamente, no.
Agarró el Jack Daniel´s, se sirvió otra copa, y llenó las del resto que estaban a la mitad, no sin derramar un poco en la mesa gracias a la torpe agilidad que el alcohol empezaba a producirle. Jerry, a su derecha en el sofá, empezaba a dar cabezadas. El humo de los cigarrillos empezaba a ser tan espeso que, pese a la gran amplitud del salón, los ojos comenzaban a picar y a enrojecerse. Desde el equipo de música, un delirante Jim Morrison envolvía el penumbroso ambiente con su lánguido tema The End. En la tele, una porno de producción alemana se reproducía, en mute (de todas formas, rara vez en estas pelis iba la imagen acorde con el doblaje), pasando desapercibida en todo momento para los chicos, como si se tratase de un lienzo más de esos que colgaban de las paredes y formase parte de la decoración.
Junto al sofá, en un mueble bajo sobre el que se apoyaba la lámpara, C.J. abrió un cajón y sacó una caja con excepcionales relieves tallados en su madera. La abrió, cogió uno de los muchos puros del interior, se lo llevó a la boca, y lo encendió, saboreándolo despacio.
—Mierda, tío —saltó Alvin, sonriente—, pero si son Montecristo.
—Sí, son caros si es lo que quieres decir.
—¿Puedo?
—Coge los que te de la gana —le contestó C.J., sacando otro y entregándoselo—. Se los manda un cliente a mi padre una vez al año. Puntual, siempre por el día en que cerraron su primer negocio gordo.
Alvin le pegó la primera calada al suyo y, tras soltar el humo, empezó a toser como un energúmeno.
—Serán todo lo caros que quieras —dijo, empezando a palidecer—, pero saben a puta mierda.
Los cinco se echaron a reír, hasta el atontado de Jerry, que, tan borracho como estaba, a duras penas podía seguir el ritmo de la conversación.
—Eso es porque no tienes costumbre, Alvin —comentó Peter—, dales de fumar a tus ardillas a ver si opinan igual.
—Eres un soplapollas, Peter, y poco ingenioso, por cierto. Tuvo su gracia las primeras veces, pero que todavía a estas alturas sigáis haciendo el chiste facilón de la puta serie esa ochentera… Sinceramente, si no tenéis nada mejor con lo que atacarme, voy a empezar a pensar que me junto con gente retrasada.
—Dame uno de los tuyos, Carol —dijo Peter como si nada, rebuscándose en los bolsillos—, no encuentro mi Marlboro.
Carol le lanzó un cigarrillo por encima de la mesa.
—Mirad, ¿veis eso? —dijo C.J., absorto en su mundo. Los demás siguieron la trayectoria de su mirada hasta dar con el objeto—. Esa payasada moderna.
En la otra punta de la estancia, en una esquina, junto a unas grandes estanterías llenas de libros, una vistosa escultura abstracta, algo a medio camino entre una ninfa del bosque y una criatura jorobaza y deforme, se alzaba desde el suelo con cierto descaro, como si no terminara de pegar del todo allá donde se pusiese.
—¿Qué pasa? —preguntó Carol sin ningún interés.
—Unos nueve mil euros. Otro ejemplo más de derroche absurdo, de extravagancia estúpida. Un obsequio más de mi padre a mi madre en un intento ridículo por salvar la farsa que tienen por matrimonio.
—Pues a mí tu padre me parece que está buenísimo —apuntó Carol.
—¿Dónde está, por cierto? —preguntó Peter, empezando a sentirse algo agobiado y cansado de aquel ambiente tan recargado, entre la música, el humo y el calor reinante, pero, sin embargo, sin poder parar de beber y fumar—. Me dijiste que tenías la casa libre toda la semana, que tu madre estaba en viaje de negocios. Pero… ¿y tu padre?
—Tranquilos, también anda de viaje, en ese sentido no os tenéis que preocupar. —Puso los labios en forma de O, y lanzó al aire un confuso anillo de humo—. Como veis, yo siempre cumplo.
—¿También por trabajo? —inquirió Carol, jugueteando con el pelo.
—Claro que no. De relax, en algún maldito sitio de las Islas Caimán, practicando su deporte favorito con la zorra de Wendy —aclaró C.J., señalando con el puro hacia la imagen que en aquel momento se veía por la tele: un hombre de gruesa perilla y uniforme militar, agarrando por sus poderosas nalgas a una corpulenta y sudorosa fémina de tez pálida a cuatro patas al tiempo que la penetraba de forma autómata.
—¿Wendy?
—Su contable.
—¡Hey! ¡Espera, yo sé quién es! —estalló Alvin de forma efusiva, y todos menos C.J. se volvieron interrogantes hacia él—. La habré visto un par de veces, estando con C.J., claro, cómo si no. Zapatos de aguja, muy elegante, pelo corto, castaño, y muy pero que muy bien dotada… Sí, cómo olvidarla. —Su mirada, distante, pareció perderse por unos segundos en la bruma del recuerdo (si hubiese sido un personaje de dibujos animados de su sonrisa atontada habría acabado brotando una chorreante baba). Luego parpadeó y se dirigió a C.J.—: Es ésa, ¿no? No puede ser otra.
—Desgraciado, ¿quién crees que le pagó ese par de tetas? —dijo este otro, indiferente.
—Joder —murmuró Peter—. ¿Lo sabe tu madre?
—¿Bromeas?... Por supuesto que sí. Ella lleva años tirándose a su agente literario.
—Vaya, menuda mierda.
—Sí, es fantástico… Bueno, voy a por hielo, aquí ya está todo derretido —dijo C.J., levantándose trabajosamente. Se encaminó a la cocina y desapareció.
—¿Habrá ido a suicidarse? —se sonrió Alvin.
—Ya cállate, subnormal —soltó Peter—, no tiene ni puta gracia.
—No, no la tiene —reconoció éste—. Pero bueno, en cierto modo, lo comprendo. Mi familia también es un asco. A veces dudo de que sepan que existo. Todas las consideraciones son siempre para la estúpida y malcriada de Megan. Este año por ejemplo, le prometieron que si sacaba el curso limpio le pagaban ese dichoso viaje a París. Y, ¿acaso lo ha sacado? No, claro que no. Las únicas materias que ha aprobado son escaquearse, golfear y esnifar coca; y, ¿dónde está ahora?... En París, como era de suponer, con las pedorras de sus amigas.
Carol se encogió de hombros, pues era hija única y ese tipo de disputas no iban con ella.
—¿De qué habláis? —balbuceó Jerry, medio recostado en el sofá, sacando la cabeza de debajo de un cojín, esforzándose sin mucho éxito por despertar del soporífero amamonamiento.
—De las mujeres —bromeó Alvin.
—Son todas unas frígidas —dijo Jerry de inmediato en un tono serio, lo que resultó aún más gracioso—. Ellas pueden prescindir del sexo si se tercia. Nosotros no. —Habló esta vez para los varones, en el mismo tono confidente y misterioso con el que un viejo maestro de shaolin le transfiriera a sus discípulos más allegados el secreto mejor guardado.
—¡Buah! Habló la voz de la experiencia —se defendió Carol.
—¿Qué?
—En fin, no pienso escuchar otra jerrylada.
—Di lo que quieras, me es inmune.
—No es por nada, cariño, pero tienes tanta experiencia con las mujeres como en aprobar exámenes.
—Sólo digo lo que todo el mundo sabe, y es que sólo os pica el asunto muy de cuando en cuando; es ahí donde entramos los tíos, tan patéticos como de costumbre, siempre dispuestos a mendigar por unas migajas de vosotras.
—No le hagáis caso. Dice eso porque la mojigata de su novia se niega a chupársela.
—En serio, no hay más verdad que esa, podéis preguntárselo a cualquiera. Hacedme caso —añadió Jerry desde unos labios rebosantes de saliva. Luego volvió a acomodarse entre los cojines y a sumergirse en el mundo de los sueños como si nada.
Salvo Carol y Jerry, todos en el grupo eran vírgenes. O, al menos, eso era lo que se sabía. También se sabía que Carol no tenía tan clara su sexualidad, o más bien se sospechaba, y que jugueteaba o se dejaba seducir por ambas caras de la moneda, pero esto era algo que nadie se atrevía a insinuar abiertamente. Era algo delicado. Allí sólo se hablaba de fatalismo sin sentimiento, filosofía barata, topicazos y lo mal que iba todo. Estaban en la edad del tedio, del estereotipo y el inconformismo intelectual. Apenas habían cumplido los quince o dieciséis y ya parecían haber vivido una existencia larga y rica, dando la constante impresión de saberlo todo, lamentándose en ocasiones como verdaderos pacientes de geriátrico cercanos a la senilidad y tocados con la amargura de los años.
—Entonces, ¿eres una frígida? —le preguntó Alvin.
—¿Eres tonto? Claro que no —dijo Carol, sabiendo de antemano que con el idiota de Alvin nunca se podía hablar en serio, pues todo era una coña constante.
—Entonces… ¿te importaría chupármela?
Peter contuvo la risa, divertido y expectante ante la reacción de uno y otro.
—Claro, ¿por qué no? —dijo Carol por lo bajo, antes de dar su golpe de gracia. Agarró unos palillos de un cuenco con restos de “arroz tres delicias”, y a continuación se los tiró a Alvin a la cabeza—. ¡Pero cómeme antes el coño con los putos palillos chinos, ¿te importa?!
Y los tres amigos se desternillaron de risa.
—Uauh, te vas superando, tía —dijo Peter—. Muy fina, finísima…
—¿De qué se ríen? —se escuchó a C.J., extrañado, apareciendo por el umbral de aquel salón neblinoso.
—Nada, gilipolleces —dijo Peter, todavía riéndose.
—Vale. Nos hemos quedado sin hielo.
—¿Y para comprobar eso has tardado media hora? —arremetió Alvin.
—Es que me estaba follando a tu madre.
—No, en serio, tío, si empiezas a tener problemas con tus neuronas para resolver acciones simples puedo prestarte a mis putas ardillas para que te ayuden.
—Gracias, pero fui al baño. Sentí la llamada de la naturaleza.
—Ahá. Interesante, sí. Ya lo creo.
—Está bien, ¿quién será el bueno que irá a la gasolinera a por hielo?
Todos empezaron a escurrir el bulto, así que se echó a suerte con el clásico juego de sacar el palito más corto.
Y le tocó a Jerry.
Como éste permanecía en su más que habitual estado zombi, se volvió a echar a suerte. Y esta vez le tocó a Peter.
2
Salió a la calle, se estremeció un momento por el cambio de temperatura, y echó a andar con esa forma peculiar que tenía; arrastrando los pies, las manos metidas en los bolsillos, un cigarrillo en la boca y el cordón de alguna bota desabrochado.
Todo se desmorona, pensó. El sistema entero apesta… Incluso nosotros mismos. Hasta cierto punto, se identificaba con C.J., sobre todo en estos momentos de cuelgue, cuando el alcohol y las drogas hacían que tocaras fondo y tus pensamientos se volvían oscuros y pesimistas. El cansino de C.J. tenía vocación de orador, disfrutaba del autocompadecimiento, especialista en detectar donde se gestaba la basura; cuando alguien en pleno debate lo señalaba a él como parte del problema, de la incongruencia, ésa de la que tanto despotricaba, con decir «¿Yo? Claro, y tú, y todos vosotros. Si es que nadie se escapa», parecía como si se consolara o se eximiera de culpas. Pero es que si lo pensaba, al final tenía que acabar dándole la razón, porque él era igual, y el grupo entero; hechos de esa misma pasta hipócrita, cínica y demagoga. Sin embargo, algo diferenciaba a Peter del resto; era en la base, en el trasfondo, donde más se distanciaba.
Es cierto que tenían cosas en común; los cinco venían de familias bastante acomodadas, en donde la propia palabra «familia» era un chiste de mal gusto y la relación entre cada componente era caótica, viviendo en casas en donde las broncas estaban a la orden del día, llegando a pasar largas horas recluidos en sus cuartos frente al ordenador, escapando de las desquiciantes y opresivas disputas maritales, o bien la mayor parte del día en la calle; los cinco venían de fracasos escolares y, salvo Carol, todos estaban repitiendo curso. Por eso y por unas cuantas razones más de peso, como el no sentirse reflejados con nada de su entorno, estaban más unidos. Peter en concreto, dado su carácter arisco y despechado, en constante lucha con todo, se sentía cómodo entre aquella atmósfera de lamento y decepción que siempre se respiraba en el grupo, menos incomprendido entre aquel triste hermanamiento de crítica gratuita. No obstante, bajo esa máscara de gimoteo sin pasión ninguna, como tantos jóvenes a su edad, se seguía sintiendo solo, vacío, a diferencia quizá del resto de sus pocos amigos. Incluso el ácido de C.J., tan intenso y recalcitrante en sus causas perdidas, al día siguiente mismo, con la resaca, se pondría a jugar a la Playstation, relegando con una facilidad pasmosa su hastío y su cháchara idealista al cajón del olvido. En fin, los jóvenes de ahora estaban inmunizados contra las bofetadas que la vida adulta les propinaba conforme iban madurando (a su manera), llegados a un punto, como si todo les diera igual.
De todas formas, lo que para los demás resultaba pasajero (algo comprendido dentro de los parámetros de lo normal), para Peter en cambio parecía no tener descanso. La sensibilidad de Peter rallaba a veces con la depresión más obsesiva. Una depresión negra y enfermiza que acababa dejándolo perdido y a oscuras, haciéndolo pasear por la gris sucesión de sus días sin un rumbo fijo, al igual que ese papelucho arrastrado por el viento. Y lo que resultaba más curioso de todo era que, pese a los problemas reales propios de adolescente, a simple vista no parecía tener un motivo concreto que lo hiciera sentirse así. Ni él mismo habría sido capaz de encontrar una explicación lógica. Lo único cierto era que nada lo estimulaba; eso y que, para lo joven que era, inexplicablemente, de todos los sentimientos humanos posibles, la tristeza era casi siempre su fiel compañera.
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