Bueno, os dejo por aquí un relato corto para que le echéis un ojo. Espero que lo disfrutéis =D
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Su aspecto virginal resultaba, más que atractivo, estremecedor. El hombre, al que de repente su condición humilde le pesaba sobre la espalda, hincó las rodillas sobre la tierra e inclinó la cabeza. No en señal de lealtad, sino por pura necesidad: los ojos de aquella mujer le quemaban en la piel haciéndole sentir indigno y avergonzado de sí mismo por primera vez en su vida.
Con las manos temblorosas depositó a los pies de la joven un cabritillo de su rebaño, joven y con buena salud, para que lo tomara como ofrenda e hiciese con él lo que mejor le pareciera. Criarlo, matarlo y comérselo... al hombre le importaba bien poco, quería que ella lo aceptase y poderse marchar cuanto antes.
El bebé, acostado en la cuna forrada de paja, gimoteó quedamente, tentando a sus ojos a echarle un vistazo. Un sudor frío le perlaba ya la frente y el temblor de las manos se le extendió a los brazos, sacudiéndolos como si el cabritillo pesara una tonelada en vez de unos pocos kilos. La saliva se le atragantó en la garganta cuando la escuchó hablar.
- Mírame, buen hombre.
"Buen hombre", repitió el pastor para sí, cerrando los ojos con fuerza un instante antes de elevar la cabeza contra su voluntad para encontrarse con la mirada de la mujer. No parecía humana, y no tenía nada que ver con el tipo de mujeres que él había conocido a lo largo de su vida: tiernas, sonrientes y alegres, cálidas y de fragancia dulce. Los ojos de la muchacha eran duros y fríos como una piedra helada al igual que su piel, que parecía a punto de resquebrajarse de un momento a otro. Mantenía una posición recta y erguida, sentada sobre una silla de madera como si fuera la reina del mundo entero, superior y poderosa. Peligrosa. "Soy un buen hombre", se dijo de nuevo a sí mismo, "no tengo nada que temer". Sin embargo, se sentía reducido a la nada, a menos que un puñado de la tierra bajo sus rodillas.
- Gracias por tu regalo, ahora puedes marcharte. No olvides difundir la noticia y contar a tus conocidos que me has visto aquí. Todos han de adorar al Hijo de Dios.
El hombre asintió, con la boca seca, y se incorporó. No pudo evitar dirigir un fugaz vistazo al niño, de mejillas sonrosadas, que dormía agitadamente en la cuna. Él sí parecía humano.
Le habían hablado de ella y por eso estaba allí. Un niño le había dicho que una mujer virgen había dado a luz a un niño precioso y que era un milagro que debía celebrarse, pero en cuanto se colocó frente a ella lejos de sentir paz le invadió un pánico atroz. Una mujer virgen que da a luz no tenía nada de milagroso, sino todo lo contrario: a su modo de ver era una abominación, una monstruosidad. Lamentó sinceramente el futuro de aquel bebé.
- Que Dios te proteja y te bendiga, buen hombre.
"No existe ningún dios que pueda permitir tal aberración de la naturaleza", pensó mientras se alejaba de allí tan rápido como le permitían sus piernas, todavía temblorosas y débiles, "es ella la diosa, una diosa cruel, la que busca seguidores que le brinden su adoración."
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Su aspecto virginal resultaba, más que atractivo, estremecedor. El hombre, al que de repente su condición humilde le pesaba sobre la espalda, hincó las rodillas sobre la tierra e inclinó la cabeza. No en señal de lealtad, sino por pura necesidad: los ojos de aquella mujer le quemaban en la piel haciéndole sentir indigno y avergonzado de sí mismo por primera vez en su vida.
Con las manos temblorosas depositó a los pies de la joven un cabritillo de su rebaño, joven y con buena salud, para que lo tomara como ofrenda e hiciese con él lo que mejor le pareciera. Criarlo, matarlo y comérselo... al hombre le importaba bien poco, quería que ella lo aceptase y poderse marchar cuanto antes.
El bebé, acostado en la cuna forrada de paja, gimoteó quedamente, tentando a sus ojos a echarle un vistazo. Un sudor frío le perlaba ya la frente y el temblor de las manos se le extendió a los brazos, sacudiéndolos como si el cabritillo pesara una tonelada en vez de unos pocos kilos. La saliva se le atragantó en la garganta cuando la escuchó hablar.
- Mírame, buen hombre.
"Buen hombre", repitió el pastor para sí, cerrando los ojos con fuerza un instante antes de elevar la cabeza contra su voluntad para encontrarse con la mirada de la mujer. No parecía humana, y no tenía nada que ver con el tipo de mujeres que él había conocido a lo largo de su vida: tiernas, sonrientes y alegres, cálidas y de fragancia dulce. Los ojos de la muchacha eran duros y fríos como una piedra helada al igual que su piel, que parecía a punto de resquebrajarse de un momento a otro. Mantenía una posición recta y erguida, sentada sobre una silla de madera como si fuera la reina del mundo entero, superior y poderosa. Peligrosa. "Soy un buen hombre", se dijo de nuevo a sí mismo, "no tengo nada que temer". Sin embargo, se sentía reducido a la nada, a menos que un puñado de la tierra bajo sus rodillas.
- Gracias por tu regalo, ahora puedes marcharte. No olvides difundir la noticia y contar a tus conocidos que me has visto aquí. Todos han de adorar al Hijo de Dios.
El hombre asintió, con la boca seca, y se incorporó. No pudo evitar dirigir un fugaz vistazo al niño, de mejillas sonrosadas, que dormía agitadamente en la cuna. Él sí parecía humano.
Le habían hablado de ella y por eso estaba allí. Un niño le había dicho que una mujer virgen había dado a luz a un niño precioso y que era un milagro que debía celebrarse, pero en cuanto se colocó frente a ella lejos de sentir paz le invadió un pánico atroz. Una mujer virgen que da a luz no tenía nada de milagroso, sino todo lo contrario: a su modo de ver era una abominación, una monstruosidad. Lamentó sinceramente el futuro de aquel bebé.
- Que Dios te proteja y te bendiga, buen hombre.
"No existe ningún dios que pueda permitir tal aberración de la naturaleza", pensó mientras se alejaba de allí tan rápido como le permitían sus piernas, todavía temblorosas y débiles, "es ella la diosa, una diosa cruel, la que busca seguidores que le brinden su adoración."
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