- Jaque Mate -
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Con seis torreones en diagonal desplazamiento, tres alfiles cabalgando y dos caballos
asustados juega el hombre muerto.
Presto e impasible con su mutilado brazo mueve.
El rey -en jaque- acobardado huye, enrocado llora detrás de una cortina de humo.
Queda así la reina varada. Sobre el tintineante tablero espera su final entre una torre de
oscuras intenciones y un alfil ebrio en venganza. Arden bajo sus pies -como un día lo hizo
Roma- las casillas tiznando con ceniza el limpio marfil.
No se aprecian los colores, tampoco las formas. El humo me impide ver.
Estúpido rapaz, temerario corro, o eso creo. Mis pies raudos no corren, vuelan.
A cada paso que dan dejan tras de sí una estela de cal y sangre
sobre las huellas de aquel candente tablón. Tropiezo.
Primero con el eburno de un elefante que quiso ser caballo,
luego con la insignificante daga de un peón que soñó con ser caballero.
Me levanto y sigo. Avanzo sin mirar atrás.
Una torre de blanco marfil aparto mientras empujo tumbando a un caballo atezado.
El silencio se hace dando tregua al aullido de los muertos.
Mi respiración se entrecorta y el pulso se dispara. No mucho, lo justo.
Lo normal en el fantasma de un difunto que se niega a morir.
Mi corazón atemorizado quiere salir de su prisión de madera pero lo retengo.
Aún no, no todavía.
Las luces cada vez son más tenues, las esperanzas más vanas.
Su alfil se desliza negro a negro, queda junto a la torre. Sonríen y se burlan.
La dulce mano de la reina atraviesa su casilla blanca y se posa sobre mí.
- Huye querido, hazlo por el rey-pide sonriente.
Esa sonrisa hace que mis pies se hundan y mi cuerpo encoja.
Incluso en ese momento yazgo fascinado al ver cómo el aire ondea con gracia su blondo
cabello adornando esa mirada esmeralda que me golpea con la fuerza de mil tornados.
-Mi rey sabe huir solo, sucio cobarde -susurro con descaro blandiendo con fríos dedos una
espada diminuta. Es pequeña, tan pequeña que a su lado una daga se confunde con una lanza.
La torre y al alfil se mofan, también lo hace el hombre muerto. No me importa. Es mi Tizona.
Forjada por el mismo Honjo Masamune en la fragua de Hefesto, la propia Excalibur se
acomplejaría ante ella. Ni la fuerza de Wallace sería capaz de empuñarla.
- Guerra y muerte sin redención -suplico.
Primero lo hago en mi cabeza, luego en el recuerdo. Comienza el baile.
Acorta posiciones la torre situándose a mí lado, a dos casillas de distancia.
Avanzo huyendo de él mientras me acerco. El negro alfil, sin piernas pero con ruedas,
danza con descaro hacia un lado encerrando mi fuga, mi huida.
Paciente la torre espera el envite, si avanzo La desamparo.
Ella, mi dulce emperatriz.
No hay escapatoria. No para un peón.
No para un niño que jugó a ser mayor.
La miro una vez más, sólo una. Por defenderla soy capaz de cualquier cosa. Cualquier cosa…
Comprendo que nada más importa. No habrá ya reglas que se me impongan,
ni miedos que me detengan. Férreo mi pie diestro aplasta la casilla,
la siniestra roza parte de la otra. Sin límites, sin barreras… locura sólo permitida a perturbados
soñadores anarquistas. Giro sobre mí. Lo hago una vez más. Repito el movimiento.
Cuando he tomado impulso suficiente mi espada vuela disparada hacia la torre.
No observo si impacta o no. No espero mi turno.
Cual feroz hiena, me lanzo contra el alfil bramando y vociferando,
arengando sangre y clamando muerte.
Es canción en mis oídos. Música épica suena en mi cabeza.
Aunque en el fondo sólo son bramidos de un loco suicida.
Un grito me desvela: mi estoque alcanza la torre.
Ésta cae, como todos. Cae haciendo ruido,
el ruido de un árbol desplomándose en mitad de un bosque desierto.
El calor de la muerte me abraza y con mis ojos miro al frente.
Veo un diablo de oscura mirada y tétrica sonrisa.
Puto alfil. Asiendo su lanza, ésta atraviesa mi estómago.
Desolado, observo cómo el reguero de sangre tiñe de roja bermellón el tablero.
Yo no pienso limpiarlo. Maldito bastardo.
Clavado en el aire quedo, mirándole con ojos vivaces.
Esos ensangrentados luceros: su atención recae sobre mi reina.
Va por ella, es su misión: acabar con ella. Tengo que salvarla.
Yo no importaba, ya había fallecido antes del lance, antes –incluso- de la partida.
Nací cadáver, era mi destino.
Tomo con manos temblorosas su lanza y la atraigo.
La clavo en mí todo lo que puedo. Duele, joder sí duele.
Sanguinolento y desesperado, más vivo que muerto, con unas palmas que no son mías
rodeo su cuello y aprieto. Sí, aprieto volviendo turbio el panorama.
Aprieto fuerte hasta que mi vista se nubla.
Aún no, no todavía.
No tengo fuerzas para seguir apretando, pero tampoco para dejar de hacerlo.
Lo oprimo, lo retuerzo. Sigo haciéndolo sin elección hasta que su alarido pierde aire.
Yo también quiero chillar mas no puedo hacerlo. Lo siento y lo veo.
Sus pupilas se dilatan y sus fuerzas se desvanecen. También las mías. Ambos caemos.
Ya está. Sólo somos dos fríos cadáveres sobre el campo escarlata.
No tenemos importancia, para la mayoría al menos.
Seguro que el pobre sacerdote que sea el encargado de apartar nuestros occisos cuerpos del
suelo se acordará de nuestras madres. Para él seremos tan importantes como lo es Dios para el hombre.
Sea como fuere, mi reina vivirá.
Lo suficiente al menos para volver a los brazos de un rey que no la merece.
Un rey que gobernará sobre ese tablero cuando el resto de peones ganen la guerra.
Peones cuya muerte nadie recordará. Peones como yo que, desde la vesania de lo absurdo,
a su reina siempre defenderán.
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Con seis torreones en diagonal desplazamiento, tres alfiles cabalgando y dos caballos
asustados juega el hombre muerto.
Presto e impasible con su mutilado brazo mueve.
El rey -en jaque- acobardado huye, enrocado llora detrás de una cortina de humo.
Queda así la reina varada. Sobre el tintineante tablero espera su final entre una torre de
oscuras intenciones y un alfil ebrio en venganza. Arden bajo sus pies -como un día lo hizo
Roma- las casillas tiznando con ceniza el limpio marfil.
No se aprecian los colores, tampoco las formas. El humo me impide ver.
Estúpido rapaz, temerario corro, o eso creo. Mis pies raudos no corren, vuelan.
A cada paso que dan dejan tras de sí una estela de cal y sangre
sobre las huellas de aquel candente tablón. Tropiezo.
Primero con el eburno de un elefante que quiso ser caballo,
luego con la insignificante daga de un peón que soñó con ser caballero.
Me levanto y sigo. Avanzo sin mirar atrás.
Una torre de blanco marfil aparto mientras empujo tumbando a un caballo atezado.
El silencio se hace dando tregua al aullido de los muertos.
Mi respiración se entrecorta y el pulso se dispara. No mucho, lo justo.
Lo normal en el fantasma de un difunto que se niega a morir.
Mi corazón atemorizado quiere salir de su prisión de madera pero lo retengo.
Aún no, no todavía.
Las luces cada vez son más tenues, las esperanzas más vanas.
Su alfil se desliza negro a negro, queda junto a la torre. Sonríen y se burlan.
La dulce mano de la reina atraviesa su casilla blanca y se posa sobre mí.
- Huye querido, hazlo por el rey-pide sonriente.
Esa sonrisa hace que mis pies se hundan y mi cuerpo encoja.
Incluso en ese momento yazgo fascinado al ver cómo el aire ondea con gracia su blondo
cabello adornando esa mirada esmeralda que me golpea con la fuerza de mil tornados.
-Mi rey sabe huir solo, sucio cobarde -susurro con descaro blandiendo con fríos dedos una
espada diminuta. Es pequeña, tan pequeña que a su lado una daga se confunde con una lanza.
La torre y al alfil se mofan, también lo hace el hombre muerto. No me importa. Es mi Tizona.
Forjada por el mismo Honjo Masamune en la fragua de Hefesto, la propia Excalibur se
acomplejaría ante ella. Ni la fuerza de Wallace sería capaz de empuñarla.
- Guerra y muerte sin redención -suplico.
Primero lo hago en mi cabeza, luego en el recuerdo. Comienza el baile.
Acorta posiciones la torre situándose a mí lado, a dos casillas de distancia.
Avanzo huyendo de él mientras me acerco. El negro alfil, sin piernas pero con ruedas,
danza con descaro hacia un lado encerrando mi fuga, mi huida.
Paciente la torre espera el envite, si avanzo La desamparo.
Ella, mi dulce emperatriz.
No hay escapatoria. No para un peón.
No para un niño que jugó a ser mayor.
La miro una vez más, sólo una. Por defenderla soy capaz de cualquier cosa. Cualquier cosa…
Comprendo que nada más importa. No habrá ya reglas que se me impongan,
ni miedos que me detengan. Férreo mi pie diestro aplasta la casilla,
la siniestra roza parte de la otra. Sin límites, sin barreras… locura sólo permitida a perturbados
soñadores anarquistas. Giro sobre mí. Lo hago una vez más. Repito el movimiento.
Cuando he tomado impulso suficiente mi espada vuela disparada hacia la torre.
No observo si impacta o no. No espero mi turno.
Cual feroz hiena, me lanzo contra el alfil bramando y vociferando,
arengando sangre y clamando muerte.
Es canción en mis oídos. Música épica suena en mi cabeza.
Aunque en el fondo sólo son bramidos de un loco suicida.
Un grito me desvela: mi estoque alcanza la torre.
Ésta cae, como todos. Cae haciendo ruido,
el ruido de un árbol desplomándose en mitad de un bosque desierto.
El calor de la muerte me abraza y con mis ojos miro al frente.
Veo un diablo de oscura mirada y tétrica sonrisa.
Puto alfil. Asiendo su lanza, ésta atraviesa mi estómago.
Desolado, observo cómo el reguero de sangre tiñe de roja bermellón el tablero.
Yo no pienso limpiarlo. Maldito bastardo.
Clavado en el aire quedo, mirándole con ojos vivaces.
Esos ensangrentados luceros: su atención recae sobre mi reina.
Va por ella, es su misión: acabar con ella. Tengo que salvarla.
Yo no importaba, ya había fallecido antes del lance, antes –incluso- de la partida.
Nací cadáver, era mi destino.
Tomo con manos temblorosas su lanza y la atraigo.
La clavo en mí todo lo que puedo. Duele, joder sí duele.
Sanguinolento y desesperado, más vivo que muerto, con unas palmas que no son mías
rodeo su cuello y aprieto. Sí, aprieto volviendo turbio el panorama.
Aprieto fuerte hasta que mi vista se nubla.
Aún no, no todavía.
No tengo fuerzas para seguir apretando, pero tampoco para dejar de hacerlo.
Lo oprimo, lo retuerzo. Sigo haciéndolo sin elección hasta que su alarido pierde aire.
Yo también quiero chillar mas no puedo hacerlo. Lo siento y lo veo.
Sus pupilas se dilatan y sus fuerzas se desvanecen. También las mías. Ambos caemos.
Ya está. Sólo somos dos fríos cadáveres sobre el campo escarlata.
No tenemos importancia, para la mayoría al menos.
Seguro que el pobre sacerdote que sea el encargado de apartar nuestros occisos cuerpos del
suelo se acordará de nuestras madres. Para él seremos tan importantes como lo es Dios para el hombre.
Sea como fuere, mi reina vivirá.
Lo suficiente al menos para volver a los brazos de un rey que no la merece.
Un rey que gobernará sobre ese tablero cuando el resto de peones ganen la guerra.
Peones cuya muerte nadie recordará. Peones como yo que, desde la vesania de lo absurdo,
a su reina siempre defenderán.