Y se murió. Ya nada la dañaría más, ya no era posible. Su piel ahora lucía más hermosa, sus cabellos por fin estaban reconciliados, por una vez en su vida. Pero ya no podía encontrar su sonrisa ni su mirada. Ya nunca más me mirarían esos ojos, esos que me hablaban, revelando lo que los labios callaron, enseñándome lo que el mundo me ocultaba…..yo veía a través de ella. Su sonrisa, que podía ir desde un gesto tímido y tierno, hasta una mueca traviesa y burlona, pero siempre sincera. Quien viera su rostro, podía llegar a su alma, porque en él no había secretos, así era de transparente, así de real, así era.
Yo quise llegar hasta su féretro, quise ayudar a cargar su ataúd, quise arrojar las flores sobre su nueva morada, pero no me dejaron. Perdí mi nombre, ahora todos me llamaban de un modo particular….asesino.
Yo no la maté, yo solo la ayudé a escapar de su prisión. Victoria siempre me decía que el día que muriera, entonces y solo entonces, comenzaría su vida. Yo no podía entenderla, yo no sabía que querían decir sus palabras. Pero ese día, ese día tuve no se que, de repente me alcanzó una revelación interior. Yo solo hice lo que ella me pedía. La liberé, pareciera que su espíritu se esparcía en su sangre, según se enrojecía el mármol bajo mis pies, yo sentía que su presencia inundaba la casa, y ella me miró, y también me sonrió, por última vez. Y aunque nadie me crea, me dio las gracias.
Aún siento sus pisadas, y el clin clin clin de sus pulseras cuando chocaban. Siempre feliz, sin importar que circunstancias le rodearan. No, le repito, yo no la maté, le aseguro que cumplía con sus deseos. Victoria ya no era feliz, ya no podía cantar, ya estaba muerta, yo simplemente la ayudé a cambiar de estancia. Mi único delito es haber tardado en cumplirle su deseo. ¿Es que nadie recuerda como quedó cuando murió Eduardo su novio? A nadie le importaba que sufriera, pero a mí sí, porque yo la amaba. Y ella sabía que yo no iba a fallarle. Al principio me negué, fui egoísta, sólo pensaba que si lo hacía iba a perderla, pero señor Juez, como podía seguir negándome, después de verla sufrir así, de verla llorar, de verla penar cada día de su existencia. No, no. Tuve que hacerlo. Como podía perderla, si nunca me perteneció a mí…..ni a nadie, Victoria solo era de ella misma. Y se abandonó, como podía yo también fallarle.
Me abacoran con los detalles, sus preguntas insistentes. Usted quiere que le diga la verdad, de cómo la hice libre, porque me niego a llamar el hecho del modo que todos lo hacen, pues yo no la maté. Pues para el morbo de todos, les contaré mi historia, la mía, la única, no la que ustedes quieren.
Esa noche llovía. El cristal de la ventana estaba blanco, y periódicamente se aclaraba con mi aliento, pues yo observaba la calle, vagando por los bancos del parque, sin estar ahí. Entonces fue, que sin verla aproximarse, sentí que tocaban a mi puerta. La madera vieja reproducía los golpes en el eco de mi apartamento casi vacío. Me quedaban unas noches más, tenía un destino muy distinto y distante. Fui a la puerta, y al abrir, allí estaba ella, las gotas caían al suelo hasta hacer charcos, no traía paraguas. Sin decirle que pasara, ya estaba adentro, yo no tenía que invitarla a pasar, para mí no había límites cuando se trataba de ella y ella nunca tenía formalidades cuando se trataba de mí.
Estaba decidida, ella quería trascender, o como dicen otros, se quería morir; para ella, era cambiar de estación, como dije hace un rato, ella se sentía muerta. Todos la querían, es muy cierto, pero ni todos los obsequios de su padre, los excesos de su madre, las salidas nocturnas, la bohemia, nada la llenaba. Nadie conocía su infierno. Está bien señor Juez, seré más preciso. La noche del accidente, cuando Eduardo falleció, ella también se murió un poquito, y así cada día más. Hasta que me visitó aquella noche. Ya me lo había pedido antes y le había dicho que no. Ella me pidió un cigarrillo y me preguntó si tenía café. Yo la complací, y la escuché, mientras me pedía que terminara con su vida. Yo quiero que comprenda usted, y todos los presentes, que yo la amaba. La maté porque ella no quería seguir muriendo poco a poco. Los dos nos mirábamos sabiendo que sería la última vez, y así tomé el cuchillo, y lo hundí por su pecho alcanzando el corazón. Un breve gemido de dolor se desvanecía, pero sonrió como antes. Al darme cuenta de lo que había hecho, la abracé y le pedí perdón y me dijo: “Gracias, así es mejor”. Se estaba muriendo en mis brazos, tomó mi mano y expiró. Tomé la carta que me había dado, y la leí después de ayudarla, tal y como ella me pidió. En la carta me decía lo que tenía que hacer.
Pero el olor de su sangre, mezclada con su perfume me aturdía. Guardé el sobre dentro del guión de una obra que aún no había terminado de escribir y no pude complacerla con su última encomienda. Así fue que llamé a los policías y a su padre. Los policías llegaron primero. Espero que alguien pueda darle la carta a Don Andrés, allí están las respuestas que busca, que yo no puedo darle. En cuanto a mí, júzguenme como lo crean necesario. De acuerdo, yo la maté y lo confieso, no para que sea menor mi pena, yo no quiero clemencia. Mi mayor condena está en la impotencia de no haber podido ayudarla sin llegar a ese fin. Por eso no quise defensa ni abogado, señor Juez. Yo sé lo que hice. Eso es todo lo que voy a decir.
El Juez demandó silencio en la sala. El jurado salió a decidir. La sentencia fue dada: Héctor tenía que morir. Pero no fue en una silla eléctrica, ni con gases tóxicos, tampoco con una inyección letal, con la que se extinguió su existencia. La noche antes de que se llevara a cabo su ejecución, un fallo cardiáco producto de la ansiedad y la angustia, se adelantó a la ley. Y se murió.
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Este cuentito, lo he compartido en otros espacios, y hoy quise compartirlo con ustedes. No escribo a nivel profesional ni tengo publicaciones/obras vendidas, sólo escribo porque me gusta, aunque confieso que algún día, me encantaría probar suerte.
Yo quise llegar hasta su féretro, quise ayudar a cargar su ataúd, quise arrojar las flores sobre su nueva morada, pero no me dejaron. Perdí mi nombre, ahora todos me llamaban de un modo particular….asesino.
Yo no la maté, yo solo la ayudé a escapar de su prisión. Victoria siempre me decía que el día que muriera, entonces y solo entonces, comenzaría su vida. Yo no podía entenderla, yo no sabía que querían decir sus palabras. Pero ese día, ese día tuve no se que, de repente me alcanzó una revelación interior. Yo solo hice lo que ella me pedía. La liberé, pareciera que su espíritu se esparcía en su sangre, según se enrojecía el mármol bajo mis pies, yo sentía que su presencia inundaba la casa, y ella me miró, y también me sonrió, por última vez. Y aunque nadie me crea, me dio las gracias.
Aún siento sus pisadas, y el clin clin clin de sus pulseras cuando chocaban. Siempre feliz, sin importar que circunstancias le rodearan. No, le repito, yo no la maté, le aseguro que cumplía con sus deseos. Victoria ya no era feliz, ya no podía cantar, ya estaba muerta, yo simplemente la ayudé a cambiar de estancia. Mi único delito es haber tardado en cumplirle su deseo. ¿Es que nadie recuerda como quedó cuando murió Eduardo su novio? A nadie le importaba que sufriera, pero a mí sí, porque yo la amaba. Y ella sabía que yo no iba a fallarle. Al principio me negué, fui egoísta, sólo pensaba que si lo hacía iba a perderla, pero señor Juez, como podía seguir negándome, después de verla sufrir así, de verla llorar, de verla penar cada día de su existencia. No, no. Tuve que hacerlo. Como podía perderla, si nunca me perteneció a mí…..ni a nadie, Victoria solo era de ella misma. Y se abandonó, como podía yo también fallarle.
Me abacoran con los detalles, sus preguntas insistentes. Usted quiere que le diga la verdad, de cómo la hice libre, porque me niego a llamar el hecho del modo que todos lo hacen, pues yo no la maté. Pues para el morbo de todos, les contaré mi historia, la mía, la única, no la que ustedes quieren.
Esa noche llovía. El cristal de la ventana estaba blanco, y periódicamente se aclaraba con mi aliento, pues yo observaba la calle, vagando por los bancos del parque, sin estar ahí. Entonces fue, que sin verla aproximarse, sentí que tocaban a mi puerta. La madera vieja reproducía los golpes en el eco de mi apartamento casi vacío. Me quedaban unas noches más, tenía un destino muy distinto y distante. Fui a la puerta, y al abrir, allí estaba ella, las gotas caían al suelo hasta hacer charcos, no traía paraguas. Sin decirle que pasara, ya estaba adentro, yo no tenía que invitarla a pasar, para mí no había límites cuando se trataba de ella y ella nunca tenía formalidades cuando se trataba de mí.
Estaba decidida, ella quería trascender, o como dicen otros, se quería morir; para ella, era cambiar de estación, como dije hace un rato, ella se sentía muerta. Todos la querían, es muy cierto, pero ni todos los obsequios de su padre, los excesos de su madre, las salidas nocturnas, la bohemia, nada la llenaba. Nadie conocía su infierno. Está bien señor Juez, seré más preciso. La noche del accidente, cuando Eduardo falleció, ella también se murió un poquito, y así cada día más. Hasta que me visitó aquella noche. Ya me lo había pedido antes y le había dicho que no. Ella me pidió un cigarrillo y me preguntó si tenía café. Yo la complací, y la escuché, mientras me pedía que terminara con su vida. Yo quiero que comprenda usted, y todos los presentes, que yo la amaba. La maté porque ella no quería seguir muriendo poco a poco. Los dos nos mirábamos sabiendo que sería la última vez, y así tomé el cuchillo, y lo hundí por su pecho alcanzando el corazón. Un breve gemido de dolor se desvanecía, pero sonrió como antes. Al darme cuenta de lo que había hecho, la abracé y le pedí perdón y me dijo: “Gracias, así es mejor”. Se estaba muriendo en mis brazos, tomó mi mano y expiró. Tomé la carta que me había dado, y la leí después de ayudarla, tal y como ella me pidió. En la carta me decía lo que tenía que hacer.
Pero el olor de su sangre, mezclada con su perfume me aturdía. Guardé el sobre dentro del guión de una obra que aún no había terminado de escribir y no pude complacerla con su última encomienda. Así fue que llamé a los policías y a su padre. Los policías llegaron primero. Espero que alguien pueda darle la carta a Don Andrés, allí están las respuestas que busca, que yo no puedo darle. En cuanto a mí, júzguenme como lo crean necesario. De acuerdo, yo la maté y lo confieso, no para que sea menor mi pena, yo no quiero clemencia. Mi mayor condena está en la impotencia de no haber podido ayudarla sin llegar a ese fin. Por eso no quise defensa ni abogado, señor Juez. Yo sé lo que hice. Eso es todo lo que voy a decir.
El Juez demandó silencio en la sala. El jurado salió a decidir. La sentencia fue dada: Héctor tenía que morir. Pero no fue en una silla eléctrica, ni con gases tóxicos, tampoco con una inyección letal, con la que se extinguió su existencia. La noche antes de que se llevara a cabo su ejecución, un fallo cardiáco producto de la ansiedad y la angustia, se adelantó a la ley. Y se murió.
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Este cuentito, lo he compartido en otros espacios, y hoy quise compartirlo con ustedes. No escribo a nivel profesional ni tengo publicaciones/obras vendidas, sólo escribo porque me gusta, aunque confieso que algún día, me encantaría probar suerte.