Noche de bar
Siniestro y sombrío, el ensordecedor grito desesperado de aquellas almas en pena, saturaban aquel local de mala muerte. Ciego y sordo debía ser el dios quien sumido en la embriaguez más plena con sus manos temblorosas había trazado las formas de aquel antro. En él, la que a primera hora de la noche era una dispersa brisa de humo con el fluir del tiempo se había convertido en una espesa bruma cuya fragancia mezclaba amargura y tabaco. Apenas vislumbraba la presencia de mis compañeros de armas; tres de ellos movían sus cuerpos hipnotizados por el canto de sirena de dos bellas damas en la pista central, por su parte, mi más fiel camarada –al que esa noche había asistido como ala- yacía inmerso en la búsqueda de algún secreto que parecía ocultarse en la profundidad de la garganta de un súcubo teñido cabello rubio. Por mi parte, toda mi atención estaba centrada en aquel recipiente cristalino lleno de hielos entre los que cohabitaba mi vozka: néctar de los dioses.
Un búfalo esculpido a base de esteroides y un gallo de pelea repleto de testosterona comenzaron a discutir violentamente a mi lado. Dos machos cabríos que les acompañaban se mocharon cornamenta con cornamenta. Mientras tanto, la ramera de Babilonia que acompañaba al búfalo lo inducía a calmarse cuando seguramente había sido ella la causante de aquella vorágine de insultos y agravios. Durante un instante tuve el impulso de sacar la glock veintiséis que llevaba oculta y vaciar el cargador con aquella manada de imbéciles; por suerte, volví a dar un doloroso trago a mi copa volviendo a mi realidad, la realidad.
Dos gorilas con la palabra “Seguridad” dibujadas en sus apretadas camisetas corrieron saltando de rama en rama hasta llegar al lugar donde se había generado la trifulca. Aullidos y alaridos precedieron a un par de coces que condujeron a aquel grupo fuera del recinto. Por dios, ¿quién se habrían creído? Aquel era un local decente donde almas deshabitadas de espíritus vacíos acudían a ahogar sus penas en el fondo de un vaso. Tanta energía no era bien vista por el resto de apáticos seres que sólo deseábamos morir en silencio.
El ruido ensordecedor del lugar disminuyó por momentos cuando las enormes puertas deaquel infierno se abrieron. Cerbero y Caronte dejaron pasar a través del río Estigia a un grupo de jóvenes novicias. Debían ser tres o cuatro las que acompañaban a mi Euridice, ni siquiera pude fijarme. Toda mi atención recayó sobre aquella deidad de estatura baja y complexión perfecta que no alcanzaría los treinta años de edad. Sin duda Miguel Ángel debió atreverse a diseñar una mujer para su David y ella había huido, escondida en el espacio y en el tiempo hasta llegar en aquella noche a aquel bar. Llevaba un lúgubre vestido ceñido que fluía desde un dadivoso escote -que escondía un agradecido busto- hasta poco más arriba de sus rodillas; longitud suficiente como para adivinar a través de ellas unas magníficas piernas que premiaban las sensuales curvas de sus caderas. Una melena de ébano, algo ondulada, cubría parte de aquel angelical rostro de tonalidad morena que a primera vista parecía puro e inmaculado pero cuya sonrisa escondía astucia y picardía. Entonces los vi. Pobre cordero descarriado, clavó sus ojos en los míos dejándome observar en éstos mi propio reflejo. De tonalidad aceitunada, algo oscura, aquella mirada color esmeralda escondía un destello peculiar; era un brillo especial que denotaba inteligencia pero a su vez escondía secretos, demasiados como para que un hombre no se sintiera seducidos por ellos.
Escoltada por sus querubines se acercó hacia donde estaba sentado. A cada paso que daba dejaba bajo su huella la piel hecha arcilla de la madre tierra, flotaba sobre una nube de ilusión y esplendor que la transportaba en un halo de misticismo. Una leve brisa proveniente de la puerta exterior aún abierta atrajo con suavidad su extraño aroma a zarzamora que resultaba cálido para el olfato; olía como huelen los sueños en las breves noches de verano. Era un aroma familiar y acogedor que traía consigo recuerdos de noches mejores y alejaban las turbias sombras del presente. Olía como deben oler los jardines de los campos elíseos. Pasó de largo. Un dardo envenado llamado indiferencia se clavó entonces en mi cuerpo. Era buena… muy buena.
“Ya estás otra vez, déjalo…” trataba de convencerme a mí mismo volviendo mi mirada a los granizados hielos de mi cáliz.
No era la primera vez que me ocurría. Teñía a las mujeres con el color de mis fantasías, con el tinte de mis sueños, pero conocía el final de todo aquello. Juan lo escribió dos milenios antes en su libro las Revelaciones. Poco importaba qué aconteciese hasta el fin de los días, cuando la Gran Tribulación llegara todo volvería a su normalidad original. Lo mismo ocurría con mis Dulcineas que al día siguiente se convertían en Dalila. Tocadas durante la noche por la mano de Afrodita al día siguiente el dios Zeus se mofaba de mí arrebatándome el apego y la adoración que había sentido durante la luna anterior. Había conocido mujeres maravillosas, ¿qué culpa tenía yo de no haberlas podido amar?
No pude evitarlo. Volteé el rostro contemplando las curvas de aquella fémina de sangre ardiente. Junto a sus amigas movía el cuerpo al son de una música que no podría recordar. Parecía poseída por la melodía de aquellos acordes que debían ser mágicos para provocar semejante movimiento. Treinta y tres ojos yacían clavados en ella. Era hipnótico. Al igual que mis amigos me hallaba inexorablemente en la isla de las Sirenas, aunque al contrario que Ulises, yo no estaba atado.
TSK
Engullí de un trago lo poco que le quedaba de aquel horrible brebaje y me dirigí con paso firme, aunque lento, hacia el destino que las dríadas de la noche me habían dedicado. Aparté por el camino algún pavo real que comenzaba a extender sus plumas mostrando su presunta virilidad. Aquel juego era antiguo, demasiado viejo para un diablo astuto que lleva años jugando al filo del abismo del averno.
Pasé próximo a ella –fuera de su perímetro de visión- rozando con el anverso de su mano la suya. Tenía un tacto fino, sedoso. La tomé con seguridad de la mano lo que provocó que ésta se girase bruscamente. Durante un segundo pude leer confusión y sorpresa en el abismo de aquella mirada; ésta se desvaneció en cuanto esbocé una sonrisa pícara. Mi reina... Tras responder con una risa muda a mi descaro, la atraje hacia mí aislándole del grupo de sus amigas. A unos metros, apartados de la pista central, dejé que su ritmo me invadiese.
Me daba igual la música, pues todo sonaba igual. Sé que para ella la música pronto daría también igual. Ambos yacíamos juntos, con nuestros cuerpos pegados mientras la voz de algún cantante sin talento sonaba como si a alguien le importase lo que decía. La envolví con mi brazo por su cintura mientras ella cubría mi cuello con los suyos.
Ardía por dentro. Una encendida pasión me inundaba mientras hacía un esfuerzo sobrehumano por no besar aquellos carnosos labios. El tacto de sus brazos abrazándome me transportaron a tiempos pretéritos, tiempos de frenesí y lujuria, recuerdos de mi primera novia incitados también por el peculiar perfume que ambas parecían compartir. Le di una vuelta abrazándola por la espalda en un intento de huir de aquella atrayente mirada, instintivamente ella echó la cabeza hacia atrás apoyándola sobre mi torso. El roce y olor de su cabello perturbaba aún más mi ser. Desesperado por el arrebato que me impulsaba a hacerla mía en medio de aquella pista, llevé mis labios hacia su cuello besándolo con delicadeza. Poco a poco fui subiendo hacia el óvulo de su oreja. Evitando el pendiente de colgante que tenía, jugaba dando pequeños mordiscos en ella. Al recrearme en aquella zona pude sentir como la respiración de mi joven damisela se entrecortaba continuamente. La joven cerró sus verdosos ojos apretando los labios con fuerza. Antes de que pudiera seguir divirtiéndome con su cuello, me separó girándose y buscando con su mirada mis labios. Esperé un segundo hasta que éste se volvió instante. Antes de que pudiera darme cuenta sus labios se fundieron uno con los míos…
Ya no había mañana que me importase. La gente se preocupaba demasiado por el pasado y el futuro, y habían dejado de vivir el presente. No sería mi caso, no más.
Siniestro y sombrío, el ensordecedor grito desesperado de aquellas almas en pena, saturaban aquel local de mala muerte. Ciego y sordo debía ser el dios quien sumido en la embriaguez más plena con sus manos temblorosas había trazado las formas de aquel antro. En él, la que a primera hora de la noche era una dispersa brisa de humo con el fluir del tiempo se había convertido en una espesa bruma cuya fragancia mezclaba amargura y tabaco. Apenas vislumbraba la presencia de mis compañeros de armas; tres de ellos movían sus cuerpos hipnotizados por el canto de sirena de dos bellas damas en la pista central, por su parte, mi más fiel camarada –al que esa noche había asistido como ala- yacía inmerso en la búsqueda de algún secreto que parecía ocultarse en la profundidad de la garganta de un súcubo teñido cabello rubio. Por mi parte, toda mi atención estaba centrada en aquel recipiente cristalino lleno de hielos entre los que cohabitaba mi vozka: néctar de los dioses.
- - Cáliz de la alianza nueva y eterna –susurré en una lengua muerta mientras tomaba el vaso alzándolo a la altura de mis ojos. Bebí de él. Aquel breve trago ardía con fulgor en mi gaznate. Joder, ni siquiera me gustaba aquella puta bebida comunista, ¿por qué me castigaba con ella?
Un búfalo esculpido a base de esteroides y un gallo de pelea repleto de testosterona comenzaron a discutir violentamente a mi lado. Dos machos cabríos que les acompañaban se mocharon cornamenta con cornamenta. Mientras tanto, la ramera de Babilonia que acompañaba al búfalo lo inducía a calmarse cuando seguramente había sido ella la causante de aquella vorágine de insultos y agravios. Durante un instante tuve el impulso de sacar la glock veintiséis que llevaba oculta y vaciar el cargador con aquella manada de imbéciles; por suerte, volví a dar un doloroso trago a mi copa volviendo a mi realidad, la realidad.
Dos gorilas con la palabra “Seguridad” dibujadas en sus apretadas camisetas corrieron saltando de rama en rama hasta llegar al lugar donde se había generado la trifulca. Aullidos y alaridos precedieron a un par de coces que condujeron a aquel grupo fuera del recinto. Por dios, ¿quién se habrían creído? Aquel era un local decente donde almas deshabitadas de espíritus vacíos acudían a ahogar sus penas en el fondo de un vaso. Tanta energía no era bien vista por el resto de apáticos seres que sólo deseábamos morir en silencio.
El ruido ensordecedor del lugar disminuyó por momentos cuando las enormes puertas deaquel infierno se abrieron. Cerbero y Caronte dejaron pasar a través del río Estigia a un grupo de jóvenes novicias. Debían ser tres o cuatro las que acompañaban a mi Euridice, ni siquiera pude fijarme. Toda mi atención recayó sobre aquella deidad de estatura baja y complexión perfecta que no alcanzaría los treinta años de edad. Sin duda Miguel Ángel debió atreverse a diseñar una mujer para su David y ella había huido, escondida en el espacio y en el tiempo hasta llegar en aquella noche a aquel bar. Llevaba un lúgubre vestido ceñido que fluía desde un dadivoso escote -que escondía un agradecido busto- hasta poco más arriba de sus rodillas; longitud suficiente como para adivinar a través de ellas unas magníficas piernas que premiaban las sensuales curvas de sus caderas. Una melena de ébano, algo ondulada, cubría parte de aquel angelical rostro de tonalidad morena que a primera vista parecía puro e inmaculado pero cuya sonrisa escondía astucia y picardía. Entonces los vi. Pobre cordero descarriado, clavó sus ojos en los míos dejándome observar en éstos mi propio reflejo. De tonalidad aceitunada, algo oscura, aquella mirada color esmeralda escondía un destello peculiar; era un brillo especial que denotaba inteligencia pero a su vez escondía secretos, demasiados como para que un hombre no se sintiera seducidos por ellos.
Escoltada por sus querubines se acercó hacia donde estaba sentado. A cada paso que daba dejaba bajo su huella la piel hecha arcilla de la madre tierra, flotaba sobre una nube de ilusión y esplendor que la transportaba en un halo de misticismo. Una leve brisa proveniente de la puerta exterior aún abierta atrajo con suavidad su extraño aroma a zarzamora que resultaba cálido para el olfato; olía como huelen los sueños en las breves noches de verano. Era un aroma familiar y acogedor que traía consigo recuerdos de noches mejores y alejaban las turbias sombras del presente. Olía como deben oler los jardines de los campos elíseos. Pasó de largo. Un dardo envenado llamado indiferencia se clavó entonces en mi cuerpo. Era buena… muy buena.
“Ya estás otra vez, déjalo…” trataba de convencerme a mí mismo volviendo mi mirada a los granizados hielos de mi cáliz.
No era la primera vez que me ocurría. Teñía a las mujeres con el color de mis fantasías, con el tinte de mis sueños, pero conocía el final de todo aquello. Juan lo escribió dos milenios antes en su libro las Revelaciones. Poco importaba qué aconteciese hasta el fin de los días, cuando la Gran Tribulación llegara todo volvería a su normalidad original. Lo mismo ocurría con mis Dulcineas que al día siguiente se convertían en Dalila. Tocadas durante la noche por la mano de Afrodita al día siguiente el dios Zeus se mofaba de mí arrebatándome el apego y la adoración que había sentido durante la luna anterior. Había conocido mujeres maravillosas, ¿qué culpa tenía yo de no haberlas podido amar?
No pude evitarlo. Volteé el rostro contemplando las curvas de aquella fémina de sangre ardiente. Junto a sus amigas movía el cuerpo al son de una música que no podría recordar. Parecía poseída por la melodía de aquellos acordes que debían ser mágicos para provocar semejante movimiento. Treinta y tres ojos yacían clavados en ella. Era hipnótico. Al igual que mis amigos me hallaba inexorablemente en la isla de las Sirenas, aunque al contrario que Ulises, yo no estaba atado.
TSK
Engullí de un trago lo poco que le quedaba de aquel horrible brebaje y me dirigí con paso firme, aunque lento, hacia el destino que las dríadas de la noche me habían dedicado. Aparté por el camino algún pavo real que comenzaba a extender sus plumas mostrando su presunta virilidad. Aquel juego era antiguo, demasiado viejo para un diablo astuto que lleva años jugando al filo del abismo del averno.
Pasé próximo a ella –fuera de su perímetro de visión- rozando con el anverso de su mano la suya. Tenía un tacto fino, sedoso. La tomé con seguridad de la mano lo que provocó que ésta se girase bruscamente. Durante un segundo pude leer confusión y sorpresa en el abismo de aquella mirada; ésta se desvaneció en cuanto esbocé una sonrisa pícara. Mi reina... Tras responder con una risa muda a mi descaro, la atraje hacia mí aislándole del grupo de sus amigas. A unos metros, apartados de la pista central, dejé que su ritmo me invadiese.
Me daba igual la música, pues todo sonaba igual. Sé que para ella la música pronto daría también igual. Ambos yacíamos juntos, con nuestros cuerpos pegados mientras la voz de algún cantante sin talento sonaba como si a alguien le importase lo que decía. La envolví con mi brazo por su cintura mientras ella cubría mi cuello con los suyos.
Ardía por dentro. Una encendida pasión me inundaba mientras hacía un esfuerzo sobrehumano por no besar aquellos carnosos labios. El tacto de sus brazos abrazándome me transportaron a tiempos pretéritos, tiempos de frenesí y lujuria, recuerdos de mi primera novia incitados también por el peculiar perfume que ambas parecían compartir. Le di una vuelta abrazándola por la espalda en un intento de huir de aquella atrayente mirada, instintivamente ella echó la cabeza hacia atrás apoyándola sobre mi torso. El roce y olor de su cabello perturbaba aún más mi ser. Desesperado por el arrebato que me impulsaba a hacerla mía en medio de aquella pista, llevé mis labios hacia su cuello besándolo con delicadeza. Poco a poco fui subiendo hacia el óvulo de su oreja. Evitando el pendiente de colgante que tenía, jugaba dando pequeños mordiscos en ella. Al recrearme en aquella zona pude sentir como la respiración de mi joven damisela se entrecortaba continuamente. La joven cerró sus verdosos ojos apretando los labios con fuerza. Antes de que pudiera seguir divirtiéndome con su cuello, me separó girándose y buscando con su mirada mis labios. Esperé un segundo hasta que éste se volvió instante. Antes de que pudiera darme cuenta sus labios se fundieron uno con los míos…
Ya no había mañana que me importase. La gente se preocupaba demasiado por el pasado y el futuro, y habían dejado de vivir el presente. No sería mi caso, no más.
Última edición por Shaka el Miér Nov 14, 2012 4:55 pm, editado 2 veces