Rescato un texto que escribí no hace mucho. Estoy muy desentrenado, así que cualquier consejo/crítica es más que bienvenida.
A ver si alguien logra entender de lo que realmente trata :P
Gueto de vidas Parte I
El sol se levanta lentamente, dejando que sus rayos floten tímidos sobre las calles, en otro vano intento de levantar las tinieblas que ahogan a esta ciudad. Hay una cita que dice «si en mis ojos ves oscuridad en mi camino verás sombras»; pues sus lágrimas deben de ser negras como el carbón de tanta oscuridad que llevan dentro. Aquí donde vivo todos han perdido el brillo, caminan por las calles sin aparente destino, pero realmente no existe siquiera tal voluntad, no hay nada que les mueva en su interior. Han perdido la humanidad. Sólo giran. Y giran, y giran bajo la sombra de los rascacielos.
Colores difusos, desaturados y emborronados manchan sus caras inexpresivas, como la siniestra obra de un artista cuyo lienzo son los rostros. Con esos ojos vacíos intentan ver algo en las avenidas kilométricas, pero su vista se pierde junto a ellas hasta el horizonte, quizás intentando huir de la vida aquí, que lentamente les consume por dentro.
Yo lo observo todo desde mi ventana. –Está todo tan mal hecho...– me digo a mi mismo. A menudo hablo solo, porque cada vez me veo más atado a esta ciudad y me aterroriza la idea, o más bien la realidad, de que pronto seré como ellos, pronto habré perdido toda autonomía y actuaré como un engranaje, uno más de este enorme mecanismo que revoluciona al unísono, tan concentrado en su propia existencia que olvida consternarse por estar sometido a un motor invisible, emplazado en un punto desconocido, con una velocidad desconocida, con un sentido desconocido. Y nunca cesa el girar, girar, girar. Necesito expresarme, necesito continuar hablando y quizás así no me atrape este sombrío destino.
Siento una hambre terrible, todavía no he desayunado y no puedo recordar si ayer cené. Voy a la cocina y abro impaciente la nevera –Espero que cuando sea como ellos no necesite comer– y la vuelvo a cerrar. En mi familia cambiaron todos, pero prefiero no hablar de ello, me resultó muy traumático. Ahora sólo vienen a casa para dormir y apenas me dirigen la palabra. Como viejo postrado en sillón predilecto, yo me refugio en mi piano, situado al lado de un ventanal del salón, de manera que puedo ver el tumulto que deambula en silencio por las calles mientras toco algunas piezas que me recuerdan que (todavía) no soy como ellos. Llamo por teléfono para que me traigan una pizza y me atiende una voz apagada que, sin corresponder a mi saludo, enuncia una enorme lista de variantes de variantes de pizzas. No pretendo ser maleducado, pero como tengo la certeza que no le importará a mi concentrado interlocutor, interrumpo su discurso para pedir mi elección: –Una margarita, por favor–. Es la que nunca falla, y hoy no tengo humor para experimentar. Ahora tendré tiempo para saborear esa esencia minimalista que en casa siempre tildaron de simplona.
Después de recoger mi encargo de un tipo que parece más muerto que vivo, decido bajar al parque de delante de casa para desayunar, estoy harto de estar entre paredes. Nadie me mira raro por llevar la caja de cartón en las manos, todos vagan con la mirada perdida sin pararse a observar o cuestionar nada, con el paso suficientemente moderado como para no tropezar con otros ni tampoco colapsar la aceras. Hasta han perdido la curiosidad. –¿Es que hay algo más triste que perder la curiosidad?– alzo la voz, por encima de lo que me enseñaron que era cortés. No me sorprende que nadie me responda, y con un suspiro tomo asiento en uno de esos bancos vacíos
El delicioso sabor de los primeros trozos de pizza me evoca memorias de una ciudad iluminada, las calles llenas de jolgorio y las risas de los niños jugando en los columpios. Recuerdo juguetes tirados por el suelo, y las invitaciones a una fiesta. Puedo escuchar el cantar de los pájaros y desde un poquito más abajo veo el cielo engalanado con un azul celeste, de donde cuelgan algunas nubes. Parece que me estén sonriendo cuando veo como me soplan. Unos breves instantes después, siento como una brisa fresca me acaricia la cara, quizás replicando a mi suspiro.
La pizza se ha acabado. Inclino la cabeza hacia arriba con lentitud, falsamente esperanzado. En efecto, el cielo es gris a pesar de la insistencia del sol, y la única nube que veo es la neblina de polución que cubre todo el valle; tampoco se escucha nada, aparte de los pasos casi sincronizados de la multitud que deambula cerca de aquí. Esta visión me fastidia –¿Qué pasó con todo aquello?– murmullo para mí. Me levanto y camino hacia casa absorto en mi nostalgia, con paso moderado y mirada perdida.
El sol empieza su caída. Las horas pasan lentamente, consumiendo cada movimiento, alimentando la agonía de la aguja del reloj que preside la sala de estar. Pero es que va todo tan lento que tengo la sensación de vértigo, el vértigo que sentiría si estuviese cayendo por un pozo de tiempo. Yo contemplo todo el salón desde el sofá, hechizado por la hipnótica monotonía del tic-tac... y siento que me empieza a dominar. Mi corazón late siguiendo el lúgubre ritmo del segundero. Los rayos del ocaso entran por el ventanal del piano, y así como se atenúa su intensidad, van cargando el ambiente con una fría fluorescencia, casi palpable, que me deja la piel de gallina. Me levanto y camino con torpeza hacia el otro extremo del salón. Cuando logro ver el piano entre esa luz siento una inexorable necesidad, como justo antes de averiguar si se ha hecho realidad un deseo difícil de cumplir. Para cuando me quiero dar cuenta, estoy sentado en el taburete y mis manos se posan sobre las teclas. Respiro hondo. Los primeros acordes del Nocturno opus 20 de Chopin reverberan en la estancia, majestuosos e imponentes, pero extrañamente vacíos y artificiales. ¿Están fallando los mecanismos del piano o soy yo, que estoy perdiendo los sentimientos? A medida que avanzo en la pieza las notas suenan más oscuras, y me cuesta ver donde coloco los dedos. Llegado cierto punto me doy cuenta que no puedo continuar tocando: mi vista se esfuerza en seguir las manos, mientras que intento escuchar unas débiles notas que huyen hacia la disonancia. Me incorporo para mirar por el ventanal, pero todo es negro allí fuera. –Debe de haber un corte eléctrico– me digo, intentando tranquilizarme.
Pero entonces vuelvo la mirada al interior y, aterrorizado, siento como las piernas me fallan y caigo de rodillas al suelo. No logro ver más que oscuridad al otro lado del salón, y observo atónito como mi piano también se pierde en la negrura, a escasos pasos de mi. ¿Se desvanece el mundo o soy yo quien está desapareciendo? Y la fluorescencia del ambiente me abandona lentamente.
Señor de un mundo vacío Parte II
Respiro hondo.
Ya no hay nada, todo quedó allí atrás.
Las manos me sangran, sucias y temblorosas, han soportado una gran carga.
Me encuentro arrodillado, paralizado y perdido en el abismo de mis pesadillas.
La oscuridad quema mis retinas, no las necesitaré más, no han sabido entender.
Y de nuevo estoy solo, soy el morador de lo desconocido, soy el señor de un mundo vacío.
Mi alma está envenenada por el odio, el fracaso y la tragedia. Se retuerce con desesperación, intentando escapar, pero egoísta de mí, concentro mis últimas fuerzas y la empujo hacia dentro. Hasta que me descubro pavorosamente sorprendido: una lágrima se desliza por mi cara. Y me delata. Y siento que algo se mueve brutalmente, destrozándome por dentro, expandiéndose en mi cuerpo. Grito enloquecido como nunca antes lo había hecho, más por la conmoción que por el dolor, sin lograr reconocer mi voz. Pero ya ha desencadenado, seré resorte en este reloj infernal, porque ya estoy condenado.
Con una última embestida quedé liberado de mi agonía, y mi rostro, inexpresivo, quedó bañado en aquello que fue sufrimiento, en aquello que tan cuidadosamente había ocultado. Mi inocencia; mi inocencia y mis emociones; toda mi vida, mis secretos sin desvelar, mis temores, mis amores, mis tan preciados recuerdos. Todos volaban alto, ¡arriba!, perdiéndose para siempre.
Transcurrió un tiempo en el que todo parecía acabado, hasta que escuché unos pasos. Yo estaba paralizado y mi vista se la había tragado la infinita oscuridad de aquel abismo. Cuando el sonido se detuvo delante mío supe que era él, y aguardé consciente de mi destino. Con una prenda me secó la cara esmeradamente y acto seguido sus fríos labios me besaron la frente. Después sentí como el mechón del pincel se movía sobre mi rostro.
A ver si alguien logra entender de lo que realmente trata :P
Gueto de vidas Parte I
El sol se levanta lentamente, dejando que sus rayos floten tímidos sobre las calles, en otro vano intento de levantar las tinieblas que ahogan a esta ciudad. Hay una cita que dice «si en mis ojos ves oscuridad en mi camino verás sombras»; pues sus lágrimas deben de ser negras como el carbón de tanta oscuridad que llevan dentro. Aquí donde vivo todos han perdido el brillo, caminan por las calles sin aparente destino, pero realmente no existe siquiera tal voluntad, no hay nada que les mueva en su interior. Han perdido la humanidad. Sólo giran. Y giran, y giran bajo la sombra de los rascacielos.
Colores difusos, desaturados y emborronados manchan sus caras inexpresivas, como la siniestra obra de un artista cuyo lienzo son los rostros. Con esos ojos vacíos intentan ver algo en las avenidas kilométricas, pero su vista se pierde junto a ellas hasta el horizonte, quizás intentando huir de la vida aquí, que lentamente les consume por dentro.
Yo lo observo todo desde mi ventana. –Está todo tan mal hecho...– me digo a mi mismo. A menudo hablo solo, porque cada vez me veo más atado a esta ciudad y me aterroriza la idea, o más bien la realidad, de que pronto seré como ellos, pronto habré perdido toda autonomía y actuaré como un engranaje, uno más de este enorme mecanismo que revoluciona al unísono, tan concentrado en su propia existencia que olvida consternarse por estar sometido a un motor invisible, emplazado en un punto desconocido, con una velocidad desconocida, con un sentido desconocido. Y nunca cesa el girar, girar, girar. Necesito expresarme, necesito continuar hablando y quizás así no me atrape este sombrío destino.
Siento una hambre terrible, todavía no he desayunado y no puedo recordar si ayer cené. Voy a la cocina y abro impaciente la nevera –Espero que cuando sea como ellos no necesite comer– y la vuelvo a cerrar. En mi familia cambiaron todos, pero prefiero no hablar de ello, me resultó muy traumático. Ahora sólo vienen a casa para dormir y apenas me dirigen la palabra. Como viejo postrado en sillón predilecto, yo me refugio en mi piano, situado al lado de un ventanal del salón, de manera que puedo ver el tumulto que deambula en silencio por las calles mientras toco algunas piezas que me recuerdan que (todavía) no soy como ellos. Llamo por teléfono para que me traigan una pizza y me atiende una voz apagada que, sin corresponder a mi saludo, enuncia una enorme lista de variantes de variantes de pizzas. No pretendo ser maleducado, pero como tengo la certeza que no le importará a mi concentrado interlocutor, interrumpo su discurso para pedir mi elección: –Una margarita, por favor–. Es la que nunca falla, y hoy no tengo humor para experimentar. Ahora tendré tiempo para saborear esa esencia minimalista que en casa siempre tildaron de simplona.
Después de recoger mi encargo de un tipo que parece más muerto que vivo, decido bajar al parque de delante de casa para desayunar, estoy harto de estar entre paredes. Nadie me mira raro por llevar la caja de cartón en las manos, todos vagan con la mirada perdida sin pararse a observar o cuestionar nada, con el paso suficientemente moderado como para no tropezar con otros ni tampoco colapsar la aceras. Hasta han perdido la curiosidad. –¿Es que hay algo más triste que perder la curiosidad?– alzo la voz, por encima de lo que me enseñaron que era cortés. No me sorprende que nadie me responda, y con un suspiro tomo asiento en uno de esos bancos vacíos
El delicioso sabor de los primeros trozos de pizza me evoca memorias de una ciudad iluminada, las calles llenas de jolgorio y las risas de los niños jugando en los columpios. Recuerdo juguetes tirados por el suelo, y las invitaciones a una fiesta. Puedo escuchar el cantar de los pájaros y desde un poquito más abajo veo el cielo engalanado con un azul celeste, de donde cuelgan algunas nubes. Parece que me estén sonriendo cuando veo como me soplan. Unos breves instantes después, siento como una brisa fresca me acaricia la cara, quizás replicando a mi suspiro.
La pizza se ha acabado. Inclino la cabeza hacia arriba con lentitud, falsamente esperanzado. En efecto, el cielo es gris a pesar de la insistencia del sol, y la única nube que veo es la neblina de polución que cubre todo el valle; tampoco se escucha nada, aparte de los pasos casi sincronizados de la multitud que deambula cerca de aquí. Esta visión me fastidia –¿Qué pasó con todo aquello?– murmullo para mí. Me levanto y camino hacia casa absorto en mi nostalgia, con paso moderado y mirada perdida.
El sol empieza su caída. Las horas pasan lentamente, consumiendo cada movimiento, alimentando la agonía de la aguja del reloj que preside la sala de estar. Pero es que va todo tan lento que tengo la sensación de vértigo, el vértigo que sentiría si estuviese cayendo por un pozo de tiempo. Yo contemplo todo el salón desde el sofá, hechizado por la hipnótica monotonía del tic-tac... y siento que me empieza a dominar. Mi corazón late siguiendo el lúgubre ritmo del segundero. Los rayos del ocaso entran por el ventanal del piano, y así como se atenúa su intensidad, van cargando el ambiente con una fría fluorescencia, casi palpable, que me deja la piel de gallina. Me levanto y camino con torpeza hacia el otro extremo del salón. Cuando logro ver el piano entre esa luz siento una inexorable necesidad, como justo antes de averiguar si se ha hecho realidad un deseo difícil de cumplir. Para cuando me quiero dar cuenta, estoy sentado en el taburete y mis manos se posan sobre las teclas. Respiro hondo. Los primeros acordes del Nocturno opus 20 de Chopin reverberan en la estancia, majestuosos e imponentes, pero extrañamente vacíos y artificiales. ¿Están fallando los mecanismos del piano o soy yo, que estoy perdiendo los sentimientos? A medida que avanzo en la pieza las notas suenan más oscuras, y me cuesta ver donde coloco los dedos. Llegado cierto punto me doy cuenta que no puedo continuar tocando: mi vista se esfuerza en seguir las manos, mientras que intento escuchar unas débiles notas que huyen hacia la disonancia. Me incorporo para mirar por el ventanal, pero todo es negro allí fuera. –Debe de haber un corte eléctrico– me digo, intentando tranquilizarme.
Pero entonces vuelvo la mirada al interior y, aterrorizado, siento como las piernas me fallan y caigo de rodillas al suelo. No logro ver más que oscuridad al otro lado del salón, y observo atónito como mi piano también se pierde en la negrura, a escasos pasos de mi. ¿Se desvanece el mundo o soy yo quien está desapareciendo? Y la fluorescencia del ambiente me abandona lentamente.
Señor de un mundo vacío Parte II
Respiro hondo.
Ya no hay nada, todo quedó allí atrás.
Las manos me sangran, sucias y temblorosas, han soportado una gran carga.
Me encuentro arrodillado, paralizado y perdido en el abismo de mis pesadillas.
La oscuridad quema mis retinas, no las necesitaré más, no han sabido entender.
Y de nuevo estoy solo, soy el morador de lo desconocido, soy el señor de un mundo vacío.
Mi alma está envenenada por el odio, el fracaso y la tragedia. Se retuerce con desesperación, intentando escapar, pero egoísta de mí, concentro mis últimas fuerzas y la empujo hacia dentro. Hasta que me descubro pavorosamente sorprendido: una lágrima se desliza por mi cara. Y me delata. Y siento que algo se mueve brutalmente, destrozándome por dentro, expandiéndose en mi cuerpo. Grito enloquecido como nunca antes lo había hecho, más por la conmoción que por el dolor, sin lograr reconocer mi voz. Pero ya ha desencadenado, seré resorte en este reloj infernal, porque ya estoy condenado.
Con una última embestida quedé liberado de mi agonía, y mi rostro, inexpresivo, quedó bañado en aquello que fue sufrimiento, en aquello que tan cuidadosamente había ocultado. Mi inocencia; mi inocencia y mis emociones; toda mi vida, mis secretos sin desvelar, mis temores, mis amores, mis tan preciados recuerdos. Todos volaban alto, ¡arriba!, perdiéndose para siempre.
Transcurrió un tiempo en el que todo parecía acabado, hasta que escuché unos pasos. Yo estaba paralizado y mi vista se la había tragado la infinita oscuridad de aquel abismo. Cuando el sonido se detuvo delante mío supe que era él, y aguardé consciente de mi destino. Con una prenda me secó la cara esmeradamente y acto seguido sus fríos labios me besaron la frente. Después sentí como el mechón del pincel se movía sobre mi rostro.