Soy

Era de noche, demasiado de noche. Tan de noche que no podía dormir. La luz del sol entraba por las rendijas de mi ventana coagulándose sobre una piel dormida. Velaban por mí, tanto como ese melón entrometido, que con tono de homilía, desde el altar de la nevera señala a esa tortuga de cobre. Desayunaba nostalgia con el pulso ardiendo, los tacones en la mirada y las calles vacías. No me había movido pero seguía cayendo.

Me giré en mi cama y lo entendí. Ahí estaba. La poesía miente. Y los poetas. Mienten con verdades con las que ocultan sus mentiras.

Tracé líneas sobre su cuerpo. Rojas como el agua y verdes como la sangre. No usaba pinturas, ni siquiera las manos, sólo los dientes del mellado, los recuerdos del olvido. No pintaban, quedaban clavados. El aire era vacío sobre su cabello calvo y los susurros pesaban como golpes escondidos, como palabras arrastradas por deseos ignominiosos que se perdían entre sombras luminosas, entre luces oscuras. No se había movido pero no caía.

Quise fingir fortaleza, demasiado tarde. El lobo me miraba. El aire era contaminado por debilidad.

Intenté suicidarme con una rosa de plástico. Fracasé. Intenté suicidar a la ladrona de besos. Fracasé. Su sexo me atrapó. Me rodeó con sus lunas, montañas de fuego, y violó mi voluntad. No había voluntad; era comida, una gallina en las garras de un zorro. Puede que nunca la hubiera habido, pero me gustaba pensar que sí, como al poeta le gusta pensar que sus insumisas palabras no mienten, que sus lágrimas no queman, que su voz la escucha alguien más allá del eco. Su pluma reformó el ático de mi memoria. Y así, entre tierra de ceniza y orgasmos sin dueño, el pasado fue arrastrado por el presente que ya era futuro.