Segunda estrella a la derecha, todo recto hasta el
amanecer
amanecer
Salgo de mí, y contemplo a ese niño que una vez fui.
Me deslizo entre el follaje, y a mi paso, mis dedos juguetean sobre las cortezas rugosas.
Es aquí, sobre esta alfombra de hojarasca y este cálido aroma a tierra mojada, donde me transporto en el tiempo en busca de recuerdos primigenios. Aquellos más frágiles y difíciles de acariciar.
Miro hacia arriba, y allí, en lo alto, filtrándose a través de un laberinto de retorcidas ramas y hojas, la luz llega a mí y me inunda los ojos, el alma, insuflándome esa paz que jamás encontré en el mundo gris y asfixiante del que provengo.
Es aquí, inmerso en este silencio que me rodea, plagado de sonidos silvestres que se conjugan en música para mis oidos, donde me descubro a mí mismo, lejano, irreal, pero nítido como una gota de lluvia en un cristal.
El niño pasea entre los árboles, solitario, cabizbajo, abstraido en sus pensamientos, fantaseando con la idea de no crecer nunca y, sin querer, bajo el peso de la incertidumbre acerca de ese incipiente mañana, como esa tormenta que se perfila borrosa en el horizonte y amenaza con ensombrecerlo todo a su paso.
Por un momento se detiene, y a través del tiempo y el espacio me mira sin realmente llegar a verme, y me sonríe.
Me siento tan feliz, y a la vez tan triste, que daría cualquier cosa por compartir este momento contigo, pero es inútil ya que jamás llegarías a ver su inocente sonrisa ni yo expresarte con palabras la sensación que me aflige en el pecho.
Su tierna silueta se desvanece y en su ausencia el cielo se nubla.
Me siento bajo el manto marchito, rojizo, y me recuesto al amparo de mi árbol, ese enorme y atemporal con la palabra INFANCIA tatuada en su piel a punta de navaja.
No quiero volver al mundo del que soy esclavo.
Ahora y siempre, mi casa está aquí, el lugar donde la magia habita en mí.
Me deslizo entre el follaje, y a mi paso, mis dedos juguetean sobre las cortezas rugosas.
Es aquí, sobre esta alfombra de hojarasca y este cálido aroma a tierra mojada, donde me transporto en el tiempo en busca de recuerdos primigenios. Aquellos más frágiles y difíciles de acariciar.
Miro hacia arriba, y allí, en lo alto, filtrándose a través de un laberinto de retorcidas ramas y hojas, la luz llega a mí y me inunda los ojos, el alma, insuflándome esa paz que jamás encontré en el mundo gris y asfixiante del que provengo.
Es aquí, inmerso en este silencio que me rodea, plagado de sonidos silvestres que se conjugan en música para mis oidos, donde me descubro a mí mismo, lejano, irreal, pero nítido como una gota de lluvia en un cristal.
El niño pasea entre los árboles, solitario, cabizbajo, abstraido en sus pensamientos, fantaseando con la idea de no crecer nunca y, sin querer, bajo el peso de la incertidumbre acerca de ese incipiente mañana, como esa tormenta que se perfila borrosa en el horizonte y amenaza con ensombrecerlo todo a su paso.
Por un momento se detiene, y a través del tiempo y el espacio me mira sin realmente llegar a verme, y me sonríe.
Me siento tan feliz, y a la vez tan triste, que daría cualquier cosa por compartir este momento contigo, pero es inútil ya que jamás llegarías a ver su inocente sonrisa ni yo expresarte con palabras la sensación que me aflige en el pecho.
Su tierna silueta se desvanece y en su ausencia el cielo se nubla.
Me siento bajo el manto marchito, rojizo, y me recuesto al amparo de mi árbol, ese enorme y atemporal con la palabra INFANCIA tatuada en su piel a punta de navaja.
No quiero volver al mundo del que soy esclavo.
Ahora y siempre, mi casa está aquí, el lugar donde la magia habita en mí.
No tengo ni idea de si esto va aquí en poesía, en prosa, o en pensamientos chorras sin ningún sentido.
Por una vez quería escribir algo que no fuera... pues eso, lo que hago siempre. No sé, improvisando, se me acaba de ocurrir ahora. Tal vez lo mío no sea lo poético, quien sabe, digamos que fue un experimento.
Última edición por Ray el Mar Dic 11, 2012 10:57 pm, editado 1 vez