EL VOYEUR
Abrís la puerta de entrada que está sin llave, y lentamente, subís uno a uno, los mullidos escalones que van al primer piso de la casa. Se acomodan tus ojos a la oscuridad del pasillo y fijás tu mirada en la luz que se filtra por debajo de una de las puertas. En un contenido silencio, te inclinás y tu ojo derecho se apoya en el de la cerradura. Y la ves. Sentada al borde de la cama, sacándose los zapatos. Ahí está. Esos pies te parecen guantes blancos y un temblor recorre tu cuerpo. Ella se levanta y comienza a desprender de la camisa lo que para vos es una sensual e interminable serie de botones.
¿Te das cuenta de que estás frente a una diosa que se mueve en cámara lenta? Ves cómo cuelga la prenda en el respaldo del silloncito junto a la mesa de luz, cómo baja con cuidado hacia el piso su pollera color humo, la levanta y la alisa en el asiento.
Imaginar que se desviste sólo para vos sin saberlo ella misma, te lleva al paroxismo, ¿no es cierto? Te levantás y con el pañuelo que tenés en el bolsillo secás tu cara y las manos calientes.
Su combinación de seda trasluce la ropa interior. Observás cómo la levanta por sobre sus hombros y con suavidad la apoya sobre el mismo asiento. Queda únicamente con un conjunto blanco. Se pone de espaldas a la puerta. Se desabrocha el corpiño y desliza los breteles por sus brazos. La prenda cae sobre la alfombra. Se agacha y hace correr hacia abajo la pieza que aún estaba pegada a su cuerpo. Se te ocurre ¡maravilla, dos manchas de leche sobre lana marrón!
Manos, frente, ojos. Todo en vos llora de placer al observarla. Respirás profundo y al incorporarte notás tu ansioso miembro erguido dentro del pantalón. ¿Vas a resistir? Volvés a apoyar el ojo en la cerradura y ves cómo ella, ahora de frente a la puerta se cepilla el pelo. Te impacta la cadencia del movimiento con que lo deja cercano y casi transparente, y esa sonrisa ambigua con que acompaña la tarea.
Acariciás de lejos, con mirada inflamada, ese cuello, los pechos, su cintura, la curva dulce de sus caderas, las piernas y por último, la nube de su sexo. Te frotás con suavidad mientras pensás que es perfecta como un tallo solitario de bambú. Pero ya estás sintiendo que no vas a poder soportarlo más: decidís que con o sin violencia, finalmente va a ser tuya.
Abrís la puerta de un solo movimiento y te abalanzás sobre el cuerpo de esa hembra. Esa mujer nada sorprendida en cuyo vientre creciste treinta años atrás.
Abrís la puerta de entrada que está sin llave, y lentamente, subís uno a uno, los mullidos escalones que van al primer piso de la casa. Se acomodan tus ojos a la oscuridad del pasillo y fijás tu mirada en la luz que se filtra por debajo de una de las puertas. En un contenido silencio, te inclinás y tu ojo derecho se apoya en el de la cerradura. Y la ves. Sentada al borde de la cama, sacándose los zapatos. Ahí está. Esos pies te parecen guantes blancos y un temblor recorre tu cuerpo. Ella se levanta y comienza a desprender de la camisa lo que para vos es una sensual e interminable serie de botones.
¿Te das cuenta de que estás frente a una diosa que se mueve en cámara lenta? Ves cómo cuelga la prenda en el respaldo del silloncito junto a la mesa de luz, cómo baja con cuidado hacia el piso su pollera color humo, la levanta y la alisa en el asiento.
Imaginar que se desviste sólo para vos sin saberlo ella misma, te lleva al paroxismo, ¿no es cierto? Te levantás y con el pañuelo que tenés en el bolsillo secás tu cara y las manos calientes.
Su combinación de seda trasluce la ropa interior. Observás cómo la levanta por sobre sus hombros y con suavidad la apoya sobre el mismo asiento. Queda únicamente con un conjunto blanco. Se pone de espaldas a la puerta. Se desabrocha el corpiño y desliza los breteles por sus brazos. La prenda cae sobre la alfombra. Se agacha y hace correr hacia abajo la pieza que aún estaba pegada a su cuerpo. Se te ocurre ¡maravilla, dos manchas de leche sobre lana marrón!
Manos, frente, ojos. Todo en vos llora de placer al observarla. Respirás profundo y al incorporarte notás tu ansioso miembro erguido dentro del pantalón. ¿Vas a resistir? Volvés a apoyar el ojo en la cerradura y ves cómo ella, ahora de frente a la puerta se cepilla el pelo. Te impacta la cadencia del movimiento con que lo deja cercano y casi transparente, y esa sonrisa ambigua con que acompaña la tarea.
Acariciás de lejos, con mirada inflamada, ese cuello, los pechos, su cintura, la curva dulce de sus caderas, las piernas y por último, la nube de su sexo. Te frotás con suavidad mientras pensás que es perfecta como un tallo solitario de bambú. Pero ya estás sintiendo que no vas a poder soportarlo más: decidís que con o sin violencia, finalmente va a ser tuya.
Abrís la puerta de un solo movimiento y te abalanzás sobre el cuerpo de esa hembra. Esa mujer nada sorprendida en cuyo vientre creciste treinta años atrás.