CRISTAL DE BACARAT
Viernes. Cena familiar. Alrededor de la mesa se sientan como siempre el abuelo en la cabecera, al lado la abuela y le siguen los dos hijos varones, la hija menor y tres nietos.
Ocho personas de rostro sin gesto, silenciosos, a los que no escucho masticar, ni siquiera rozar los cubiertos al cortar la comida invariada de los viernes: antipasto, pollo y papas al horno, flan.
La mucama, que ha aprendido los usos y costumbres de la casa, aparece y desaparece de mi vista, casi en puntas de pies, dejando los platos servidos ante cada uno. Los niños amaestrados, parecen muñecos; no sonríen, no se guiñan, no esconden porque no tienen nada que ocultar, Han asimilado lo que es callar durante una hora.
Desde hace muchos años me ha llamado la atención no oír comentarios acerca de temas cotidianos. Yo aquí, en una mesa de apoyo con incrustaciones de nácar, y como todos los viernes, con seis cuadrados de papel con nombres de adultos.
Termina la cena. Ahora viene la palabra de la abuela: --Mercedes, traé la caramelera, por favor.
La mucama sabe que soy delicada, pesada y temida. Me coloca en el centro
de la mesa y como siempre, la niña menor saca mi tapa y un papelito. Y dice simplemente: ---Abuelo.
Es la persona que el sábado visitará, obligado, a su segundo hijo en la cárcel de por vida, por asesino.
Mercedes vuelve a colocarme sobre la mesita y durante los siguientes seis días podré escuchar cantar en la cocina, el ir y venir de los que habitan la casa, la música que proviene de la habitación de descanso, y esas conversaciones cotidianas que supongo rellenan todos los hogares comunes y corrientes
Viernes. Cena familiar. Alrededor de la mesa se sientan como siempre el abuelo en la cabecera, al lado la abuela y le siguen los dos hijos varones, la hija menor y tres nietos.
Ocho personas de rostro sin gesto, silenciosos, a los que no escucho masticar, ni siquiera rozar los cubiertos al cortar la comida invariada de los viernes: antipasto, pollo y papas al horno, flan.
La mucama, que ha aprendido los usos y costumbres de la casa, aparece y desaparece de mi vista, casi en puntas de pies, dejando los platos servidos ante cada uno. Los niños amaestrados, parecen muñecos; no sonríen, no se guiñan, no esconden porque no tienen nada que ocultar, Han asimilado lo que es callar durante una hora.
Desde hace muchos años me ha llamado la atención no oír comentarios acerca de temas cotidianos. Yo aquí, en una mesa de apoyo con incrustaciones de nácar, y como todos los viernes, con seis cuadrados de papel con nombres de adultos.
Termina la cena. Ahora viene la palabra de la abuela: --Mercedes, traé la caramelera, por favor.
La mucama sabe que soy delicada, pesada y temida. Me coloca en el centro
de la mesa y como siempre, la niña menor saca mi tapa y un papelito. Y dice simplemente: ---Abuelo.
Es la persona que el sábado visitará, obligado, a su segundo hijo en la cárcel de por vida, por asesino.
Mercedes vuelve a colocarme sobre la mesita y durante los siguientes seis días podré escuchar cantar en la cocina, el ir y venir de los que habitan la casa, la música que proviene de la habitación de descanso, y esas conversaciones cotidianas que supongo rellenan todos los hogares comunes y corrientes