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Puerto de eternautas


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    Confesiones

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    Mensaje por Invitado Dom Nov 18, 2012 2:37 pm

    - Prólogo -
    ____________________________________________________
    Un invisible manto de oscuridad se cernía pesado sobre el frágil cuerpo de la joven. La luna, hermosa y cruel a partes iguales, se alzaba vasta en el firmamento, testigo atento de todo lo que bajo su inmenso reinado acontecía. No habías estrellas en la clara noche. Si las había, la contaminación lumínica producida por los luceros artificiales de las farolas de la vía escondía toda presencia de esa bóveda celeste. Tampoco había esperanzas en la atormentada joven. Si las había, los golpes que la vida a lo largo de sus cortos años le había asestado las ocultaban tras un afligido rostro bañado en un extenso océano de angustia y pena.

    El tacto de la tenue brisa acariciando su piel la estremeció con un incómodo hormigueo que nacía en su espalda y recorría todo su cuerpo hasta encontrar el final en su cuello. Tenía la piel de gallina. El frío del gris invierno hacía semanas que se había hecho notar, pese a estar cercano el equinoccio de primavera. Junto a él, lamentos del alma. Éstos, en forma de cristalino goteo recorrían las anchas llanuras de la blanquecina tez de la joven. Más allá de las mejillas y su barbilla, éstas no morían; sobrevivían a través de su cuello perdiéndose en el interior de la dadivosa abertura de su verde blusa.

    Dirigió esa mirada perdida que adornaba su semblante al fondo del abismo al que su ser se asomaba. Había perdido la noción del tiempo, pero las lúgubres tonalidades que adoptaba la ciudad determinaban que la noche estaba en su punto más álgido.

    Y es que hacía minutos que las lágrimas se habían convertido en sollozo. Empujadas por el tormento, las templadas aguas del río habían recorrido un largo espacio desde el nacimiento de su afluente hasta desembocar en un inmenso mar de amargura.

    ¿Qué había hecho ella para merecer eso?

    Estaba completamente destrozada. En su ultrajado cuerpo aún yacía el repulsivo recuerdo de la candente mano de aquel hombre zafio tapándole la boca mientras la agarraba con fuerza desde atrás. Podía sentir el nauseabundo aliento de su asaltante golpeando contra su nuca. Febril, completamente desenfrenado, aquel maldito bastardo había hecho que la ropa interior oscura que la joven llevaba ya no sirviera ni como trapos de cocina. Primero fue con su mano libre con la que atentó contra su intimidad. En el primer acto de aquella pesadilla pudo sentir dos falanges agraviándola impetuosamente. El dolor se apoderó de su ser completamente. Lloraba, sollozaba, intentaba gritar y morder la mano de su asaltante para librarse de aquel martirio; mas no lo conseguía. La pesadilla parecía no acabar. Aquella bestia se había dejado de contemplaciones y había bajado sus pantalones para comenzar a arremeter con fuerza introduciendo su miembro en ella, dándole cada vez más rapidez al movimiento. No paraba de gemir lascivamente como un animal en celo mientras le susurraba veneno al oído. Si no era suficiente el dolor de sentir a aquel hijo de puta entrando y saliendo del interior de sus cavidades, encima tenía que aguantar las afrentas con las que intentaba denigrarla aún más con frases como “esto es lo que te mereces puta” o “si es que vas buscándolo”. La indescriptible ira y repulsión que la invadía aumentaba más y más. Así aguantó estoica durante varios minutos, como un animal herido que observa la muerte a su alrededor y espera su fin con ansia. Minutos fueron, aunque para ella supusieron una eternidad, hasta que en una tórrida explosión inmunda el agresor tembló durante un par de segundos previamente a expulsar de sus entrañas el odio surgido por la desigualdad étnica de un país heredero de una lacra xenófoba minoritaria pero no silenciosa. Antes de marchar la golpeó. Primero fue un golpe directo con su puño derecho. Lo repitió por segunda vez. Finalmente, golpeó con una patada la tez de la joven mezclándose en ella lágrimas y sangre a partes iguales. Cayó inconsciente durante un minuto. Tiempo suficiente para al despertar encontrarse sola sumida en aquella loca pesadilla.

    Ahora podía sentir el fin cerca y eso le asustaba. Todo en la vida tenía fin. Desde un parpadeo hasta las propias galaxias, destinadas a extinguirse, igual que el propio universo. Todo era cuestión de tiempo. Tiempo que había marchitado esa bella flor que antes parecía eterna.

    Pese al terrible episodio sufrido, uno más de su terrible vida, todavía podía recordar tiempos mejores, como su primer día en la facultad.

    Aquel día los ardientes haces de luz del sol azotaban con truculencia la ciudad tiñéndola de un clásico día veraniego de agosto, pese que ya había entrado el mes de septiembre. El ambiente que se respiraba en el campus mezclaba emoción e inquietud, y así lo reflejaban las caras nuevas que entraban a las clases de primer curso. Daniella había escogido matemáticas. ¿El porqué? Ni siquiera ella lo sabía, le daba igual una que otra pero su mejor amiga se habían decidido por esa carrera y no pretendía separarse nunca de ella. Aún, de vez en cuando, rememoraba en su recuerdo el momento en el que había anunciado la titulación que iba a cursar a su madre. Aunque era habitual ver en sus facciones síntomas del orgullo que sentía de tener una hija tan inteligente, el vigoroso abrazo que le dio al recibir la noticia no era tan usual. Sí lo era el acribillamiento a besos que sufrió acto seguido. A penas un par de meses antes había sufrido un episodio parecido al revelarle que había sacado un nueve con tres décimas en la nota de selectividad. No se consideraba una cerebrito ni nada por el estilo, pero aquella altivez que alimentaba de alguna manera su ego era demasiado seductora como para no dejarse embriagar por su embrujo.

    Ahí estaba. Accediendo a la Facultad de Ciencias Matemáticas de la Universidad Complutense de Madrid.

      - ¡Esto es increíble! –comentó su amiga Lorena-. ¡¿Y has visto eso?! –añadió señalando a un joven alto de oscuro cabello y blanca sonrisa que entraba hacia uno de los pasillos a unos metros de ellas.
      - Cálmate un poco, ¿tranquila vale? ¿No querrás que piensen que somos unas niñas de pueblo que acabamos de llegar a la gran ciudad, no? –respondió con un tono de madurez que disimulaba lo infantil de sus palabras.
      - Claro, para ti es fácil decirlo, como tienes a Alberto. Para mí es más difícil, llevo mucho tiempo sin…
      - ¡Lorena!
      –le cortó creando un corto silencio. Silencio que acabó con la carcajada de ambas.

    Lorena era la típica chica atrevida y enérgica. Daniella siempre había envidiado esas cualidades de su amiga: no le importaba lo que la gente pensara, era como era y así se mostraba. A pesar de que muchos podrían decir que Daniella era más guapa que su amiga, Lorena era unos centímetros más alta, llevaba una cuidada cabellera dorada que acababa en rizos con tonalidades oscuras –dejando ver que realmente no era su color natural- en la raíz, solía ir siempre arreglada con esas lentillas olivo claras y ese maquillaje de ébano digno de la mismísima Cleopatra que aplicado sobre el párpado y en la parte inferior del ojo daba una sensual sensación de profundidad, esto hacía que al verlas juntas fuese ella quien llamara más la atención de la mayoría de los chicos. Todo eso sin contar con los conjuntos de moda que acostumbraban a vestir a Lorena; generalmente liderados por una corta falda y acompañados de algunos escotes casi imposibles. Sin embargo Daniella no daba importancia a nada de eso. De hecho, en su interior, la admiraba más por la naturalidad que su amiga mostraba pese a todo eso.

      - Por cierto, ¿Alberto al final está en nuestra clase? –inquirió su amiga mientras buscaba con su vista algún semblante conocido en el hall principal.
      - Sí, pero hoy no venía. El contrato del trabajo de verano le acaba esta semana así que en lugar de romperlo seguirá esta semana hasta el sábado. Así que hasta la semana que viene no viene a clase –respondió ella mientras buscaba algo en su nuevo teléfono móvil.
      - ¡Y ese móvil! ¿Es el que te regaló Alberto por tu cumpleaños? –comentó presurosa Lorena.
      - Sí, iba a mandarle un sms ahora para ver qué tal está.

    Si alguien buscara en el diccionario el significado de la frase “chico perfecto” sin duda aparecería una foto de Alberto, al menos es la visión que Daniella tenía de su chico. Se habían conocido en el instituto y ya llevaban tres años juntos. Por aquel tiempo pensaba que era la mujer más feliz del mundo. Nada le importaba fuera de la burbuja en la que vivía. Todo era perfecto, un cuento de hadas escrito por la mejor de las escritoras y diseñado con Daniella como única protagonista de felicidad. Pero como todas las burbujas un día ésta se pinchó. El sueño acabó y dio lugar a un cruel despertar.


    Y ahí estaba. Despierta con los ojos abiertos a la podrida realidad. Sin mejor amiga ni pareja, pues ambos la habían abandonado para comenzar un idilio juntos. Sin madre, asesinada por una banda de asaltantes que habían entrado a su casa golpeándola brutalmente hasta la muerte por creer que escondía dinero que en realidad no tenía. Sin un padre al que nunca había conocido y así lo prefería. Sin ganas de vivir después de haber sido brutalmente violada por un desconocido que había escrito con soberbia un nuevo capítulo de sangre cuyas cicatrices aún podía vislumbrarse en su semblante. Pero aquel capítulo sería el epílogo de su vida, ya nada tenía sentido.

    Ahí se hallaba, asomada a aquel viaducto a varios metros del suelo; altura suficiente con la que poder acabar en un abrir y cerrar de ojos con aquella pesadilla con la que algún vengativo dios la había castigado por alguna razón que no alcanzaba a entender. Sus manos asían con fuerza la barandilla mientras su cuerpo se inclinaba al vacío. En su subconsciente algo parecía aferrarse a la vida, quizás indecisión. Fuera como fuese, tenía que tratar de apagar esa idea. Cerró con brío sus párpados hasta el punto de empezar a ver dorados destellos en la oscuridad. Los abrió, con su vista nublada, para volver a cerrarlos esta vez con más fuerza.

    Aún y desde aquella distancia podía sentirlo con claridad. No era indecisión, aquello era simple y racional miedo, aprensión por lo que podría estar esperándole más allá de ese puente. El aroma del terror llegó a mí con extraña nitidez. Después de tantos años me obligaba a enfrentarme nuevamente con la muerto; duelo del que tantas veces salí victorioso.

    La muerte sonrió. La muchacha soltó ambas manos perdiendo el agarre que la sostenía en este mundo y dejó que su cuerpo cayera al vacío por su propio peso. Por fin todo iba a acabar…

    …pero aún no.

    Quebrantando los fundamentes básicos de la física mis desbocados pies cabalgaron diligentes desplazándose en escasos segundos a través de los doscientos metros que me separaban de la joven cuya cintura envolví con mi brazo. Los talones de sus pies aún tocaban el bordillo; sin embargo, la punto de éstos, al igual que todo su cuerpo, colgaban hacia el precipicio de cuyas garras únicamente le sostenía mi brazo derecho. Con mi mano izquierda me agarraba con fuerza evitando que la inercia actuara sobre mí.

    En un rápido movimiento, con extrema facilidad para realizarlo con un único brazo, atraje su cuerpo hacia mí amparándonos sobre la barandilla de metal. Parecía agotada. Dejó su espalda sobre mi hombro mientras mi mano se posaba sobre su cintura.

    Las persianas se alzaron y pude verlos. Dos enormes pupilas envueltas por el manto celeste de una azulada iris; eran lentes de contacto. Aun así no pude dejar de mirarla. Sin duda las lentillas favorecían aquel párpado pintado con una sombra rojiza y a esa raya oscura que hacía su mirada más profunda.

      - ¿Quién eres? –inquirió con un tono meloso que mezclaba confusión e inquietud.
      - Tu ángel de la guarda… -ironicé en suave inflexión sin abrir la boca. Sin ser tocadas por el viento, mis apaciguadoras palabras penetraron directamente en su mente a través de mis retinas, mitigando de esa forma su nerviosismo.

    Podía sentir su cálida piel quemándome a través de su vestido pardo de tonalidades esmeralda. El sedoso tacto de su atavío hacía que la sangre en mí se encendiera como los vestigios de las cenizas que en su rescoldo se avivan al ser alimentadas. Pudo leer en mí. Nuestras miradas aún yacían cruzadas cuando sin clemencia acerqué mis labios a los suyos envolviéndolos con pasión. Aquella candente boca se apoderó por completo de la mía y así, poco a poco, mis peores presagios se cumplieron.

    Mis dientes se apoderaron del labio inferior de su boca tirando de éstos mientras por un segundo apartaba mi rostro del suyo. Una vez más me encontré con aquella mirada que hacía que dentro de mí todo se enardeciese. Advertí pequeñas gotas de fluido rubí naciendo de la parte inferior de su boca donde había mordido. La sangre que inundaba mi cuerpo no paraba de excitarse de forma turbia. Mientras me apoderaba una vez más de su fauces una familiar voz en forma de tormento llegó limpiamente a mi recuerdo: No juegues con la comida.

    Incliné mi cabeza hacia atrás alejándola de ella mientras con mi palma derecha giraba su rostro apoyándolo sobre mi pecho. Cual dientes de marfil, dos colmillos extremadamente blancos y diáfanos, asomaron sobresaliéndose del resto de la dentadura. No lo dudé un instante, necesitaba aquello. Clavé ambas afiladas lanzas en su cuello apoderándome a borbotones de la sangre que emanaba de aquel agonizante cuerpo. El refinado vestido que llevaba se estaba volviendo completamente rojo. No alcanzaba a abarcar todo el flujo que surgía de su herida. En afán de lograrlo mi blanquecino rostro se volvió del mismo color que había tomado la acera sobre la que nos encontrábamos: rojo escarlata.

    Ahí me encontraba. Como el coyote que tras arremeter contra un ciervo herido se regocija y recrea engullendo con brutalidad los restos de su presa hasta despellejarla y dejarla vacía. No habría más amaneceres para ella, tampoco para mí. Hacía tiempo que ya no los había, demasiado tiempo. La historia de mi vida hacía mucho que había tocado su fin; en cambio, la historia de mi muerte aún teñía las calles de mi ciudad cada noche.

    Lo sé y lo siento. Sé que el mundo no necesita más historias sobre vampiros ni seres de la noche, pero no he podido resistirme a ello. No es la convencional historia de un vampiro que va al instituto, ni que descubre que estar muerto es un mundo lleno de oportunidades. Tampoco es la historia de un conmovedor amor imposible ni compartido con otros monstruos de la noche, aquí no hay lugar para el amor o la filantropía. Y por supuesto, no hay vampiros que brillen como diamantes por la presencia del sol. Esta es una historia real. La sangrienta historia de un cruel depredador que acecha la existencia del ser humano sin importarle lo más mínimo éste. De un ser careciente de sentimiento alguno que manipula y juega con todos los que le rodean. Es la historia de un hombre muerto que luchó en la Guerra Civil española y la II Guerra Mundial por el puro placer de matar. Es la historia de un ser que vivió en España, Francia, Japón, la URSS, Gran Bretaña y Estados Unidos entre otros, y que en cada uno de esos lugares sembró el caos y la destrucción. Ésta es la macabra historia de alguien que busca rodearse de muerte y desesperación. Ésta, es mi historia.

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    Mensaje por Fabri Dom Nov 18, 2012 4:20 pm

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    Mensaje por Abel Lun Nov 19, 2012 7:42 am

    También me gusta.... Pero creo que deberías releerlo y corregirlo. Algunas palabras se repiten, y pones demasiados epítetos.

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